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"Hermanos, comencemos, ya que hasta ahora poco o nada hemos hecho..."

Un gran Santo, el más pobre en lo material, pero el más rico en lo espiritual dijo en su lecho de muerte: "Hermanos, comencemos, ya que hasta ahora poco o nada hemos hecho...". Ese gran Santo era Francisco, y si él dijo no haber hecho nada, ¿que hemos hecho nosotros? Empecemos a hacer algo para cambiar el mundo, ¿no os parece?

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domingo, 16 de agosto de 2020

Querido seminarista...

.. puede que un día seas ordenado sacerdote. Pues bien, si Dios quiere que ese día llegue finalmente, tendrás a tu cargo una comunidad, o dos, o incluso más. Puede que te pongan al frente de una o varias parroquias, que te ocupes de alguna delegación de la Diócesis, que ostentes un cargo en el obispado, que seas consiliario de algún movimiento o grupo de oración, o incluso formador del Seminario. Pues bien, el día que eso ocurra, si es que Dios así lo quiere, no olvides nunca algo fundamental: que tienes a tu cargo personas, con nombres y apellidos, no miembros de un colectivo, no números, sino personas con un pasado y un presente, con sentimientos y esperanzas. Por eso, no hagas de sus vidas una Cuaresma sin Pascua, no seas para ellos un mal recuerdo en el futuro. Y no olvides nunca que, un día, tú mismo fuiste alumno y seminarista.  

No pretendas estar siempre a la cabeza del rebaño. Has de ir delante para dirigir, detrás para vigilar y en medio para acompañar. Por eso, deja de lado el dedo acusador, de modo que tu predicación no sean siempre palabras en segunda persona. Antes bien, inclúyete a ti mismo en ella, habla más de «nosotros» que de «tú» o «vosotros» para que tu predicación sea constructiva, no destructiva, y para hacer sentir a los demás que te sientes parte del grupo, no superior a él. Porque se corrige más con cariño que con amenazas.

No te creas mejor que nadie, porque no lo eres. Elogia a tus oyentes, y dedícales buenas palabras. Luego, corrígelos si es necesario, pero desde la caridad, cara a cara, en privado y situándote a su mismo nivel, no en un plano de superioridad moral. Y, sobre todo, huye de la enseñanza a base de castigos. Porque a los ojos de Dios, no existen rangos ni clases.

No idolatres aspectos secundarios en la vida del creyente, como es el caso de la obediencia. Porque la obediencia ni es santa ni es objeto de culto. Es una virtud importante, sí, pero no la más importante, ni siquiera de las principales. Antes que ella están el amor, la veracidad, el culto a Dios, la limosna, la entrega, la solidaridad, la amistad, la generosidad, la santidad, la alegría de saberse cristiano, el servicio, la humildad, la oración, la laboriosidad, la esperanza, la justicia, la compasión, el compartir, la misericordia, la fidelidad a la vocación, el respeto a los demás y tantas y tantas cosas… Y antes incluso que todo esto está Cristo. Por eso, pon cada cosa en su lugar, por su orden de importancia. Inculca los aspectos principales en la vida del creyente y, cuando lo hagas, sigue con los secundarios. Porque, cuando las cosas principales ocupan el puesto que les corresponde, las secundarias vienen solas, sin necesidad de imponerlas por la fuerza. Porque la obediencia, cuando se idolatra, cuando se aplica a golpe de martillo, se convierte en tiranía que aleja de Dios. Por eso, si tienes que excederte en algo, que sea en misericordia, caridad y, por supuesto, buen humor. Todo lo demás vendrá por añadidura. Y, por supuesto, no obligues jamás a la obediencia sobre aspectos del fuero interno de las personas, pues te estarás entrometiendo en lo más sagrado de ellas. No tienes derecho a hacer tal cosa, porque el fuero interno de cada persona es para ti un espacio vetado. 

Recuerda siempre que tu misión es ser guía espiritual, no encauzar pensamientos ni dirigirlos hacia fines corporales o ideológicos. Cuida de las almas del rebaño que se te ha encomendado, pero deja que sea el rebaño quien cuide de su propia corporalidad e ideología. Porque tu función no ha de ser doblegar voluntades, sino conducir corazones, enseñar y mostrar a quien no lo conoce el camino del Evangelio

No tomes decisiones a golpe de venganza, ni mucho menos de amenaza, pues estas no sirven para educar, sino que son herramientas destructivas que no solo destruirán a tu pupilo, sino también a ti. La mano dura y los castigos pueriles pertenecen a épocas ya caducas; la disciplina férrea también. Precisamente esas épocas pasadas son las que más facturas se han cobrado en lo que se refiere a la fama, los abandonos, la falta de vocaciones y muchas críticas fundadas vertidas sobre la Iglesia. Recuerda siempre que para mandar con eficacia, no basta solo con el poder. Hace falta aplicarlo con caridad y respeto, pero, sobre todo, hay que aplicarlo con autoridad, no con autoritarismo. Esta es la gran diferencia entre la jerarquía en la Iglesia y la del mundo secular. Porque todo gobernante que no respeta sus propias leyes y órdenes, creyendo que por su autoridad puede permitirse el lujo de no cumplirlas, termina por hacerlas injustas, corrompiendo así su propia autoridad. La verdadera autoridad hace crecer, mientras que el autoritarismo y el sometimiento no. Y es que las leyes y órdenes injustas en el seno de la Iglesia no son ya propiamente leyes ni órdenes, pues no están ungidas por la caridad, que es nuestra norma suprema. Es por ello que estas leyes y órdenes injustas no obligan de por sí en conciencia. No quitemos nunca al cristiano su derecho a rebelarse ante las leyes injustas.      

Si algún día tienes un cargo de responsabilidad y poder en la Iglesia, recuerda que no todo en la vida es obligatorio o está prohibido, que hay colores grises entre el blanco y el negro. Aprende a escuchar y cuenta con la opinión de los demás. La diferencia entre el ejército y la Iglesia está en que en ésta deben prevalecer siempre la caridad y la misericordia que emanan del Evangelio. Por eso, que tu mandato no sea rígido, sino flexible. Y la flexibilidad en la escala jerárquica subyace en la comprensión, en tener en cuenta la opinión de los demás, en saberse poner en el lugar del otro y, sobre todo, en mantener el justo equilibrio entre disciplina y caridad.     

No conviertas jamás la Eucaristía celebrada en plataforma desde la que dirigirte para reñir a tus oyentes, pues para esto hay muchos otros espacios y momentos. Porque la Eucaristía no está para ser utilizada a tu conveniencia. Por eso, si tienes que interponer la Eucaristía entre tú y tus oyentes, que no sea para utilizarla como arma arrojadiza, sino para para aumentar en ellos las ganas de mejorar. Porque lo correcto siempre es adular en público y corregir en privado, no uses la Eucaristía como plataforma para quedarte a gusto ante un público que solo puede escuchar y no opinar. Porque eso no es conversación, no es diálogo, sino un triste monólogo vacío de sentido, pues su fin no es edificante. Mucho menos interpongas a Jesús Eucaristía entre tú y el pueblo para enviarles mensajes ocultos y subliminales, porque en ese caso estarás utilizando al Señor con fines oscuros poco adecuados a tu estado de consagrado. Sé directo cuando tienes que serlo y calla todo aquello que pueda ser malinterpretado o que pueda no ser captado por la persona a la que se lo diriges. No seas nunca ambiguo, sino claro y directo. Quien actúa así no puede estar habitado por el Espíritu Santo, porque el Espíritu Santo es siempre cristalino, transparente y no se deleita con las palabras hirientes. Es otro espíritu el que obra así…

Trata a todos por igual, no hagas acepción de personas. Recuerda que un día te enseñaron que, en la Iglesia, cuanto mayor es el rango que se ostenta, mayor es el servicio que se ha de prestar, la humildad con la que hay que actuar, el ejemplo que hay que dar y la caridad que hay que practicar. Recuerda siempre que Jesús, siendo Dios, lavó los pies de sus discípulos. Por eso, trata de hacer de la disciplina un espacio para vivir el cielo en la tierra, no para hacer de la vida de tus pupilos un infierno. Procura hacerles más fácil el ya difícil camino de seguimiento de Cristo, de modo que no se convierta en un camino tortuoso que invite a abandonar. Enséñales a sortear obstáculos apoyándose en la oración y en la fe, pero no te conviertas tú en una prueba de fe para sus vidas, porque las pruebas ya vendrán solas en la vida de cada uno. Por eso, no añadas dolor al dolor, sino procura siempre dar las herramientas para soportarlo mejor. Ese, y no otro, es tu trabajo.     

Haz del ejemplo tu bandera y no corrijas severamente ni aplicando el «rodillo» apisonador que te confiere tu posición jerárquica, sino la corrección fraterna y la misericordia. No olvides nunca que vives en el siglo XXI, por lo que, ni debes enseñar a tus pupilos con palabras preconciliares ni puedes ser motivo de escándalo por predicar una cosa mientras tú haces la contraria. Recuerda siempre que muchos no leerán más Evangelio que el de tu propia vida, por lo que tu propia vida debe estar en consonancia con tu predicación. Hoy la sociedad necesita, más que nunca, de testigos creíbles, testigos que no solo prediquen palabras bonitas, sino que se las crean y las practiquen. Por eso, no lleves al cielo a tus oyentes con tus palabras para luego dejarlos caer desde las alturas con tus ejemplos. Sé siempre un hombre íntegro, practica el Evangelio y demuéstralo con tus actos, no con tus palabras y golpes de pecho. Ten presente que todos somos pecadores y que, aunque para corregir no es necesario ser perfecto, para reprender no hay que tener vicios.

Para ser verdadera levadura que fermenta la masa en nuestra sociedad has de ser capaz de contextualizar tu propia vida en los tiempos y circunstancias actuales, no exigir de los demás que vuelvan atrás en el tiempo para ajustarse a ideologías pasadas y modos de vivir la religión que repelen más que atraen. Renuévate por dentro constantemente, deja al Espíritu Santo entrar en ti, porque solo Él sana los corazones duros, la rigidez, el rigorismo religioso y los escrúpulos enfermizos. Ojalá tengas esto siempre bien presente, ya que tu vida sacerdotal dependerá en buena medida de ello, porque de los corazones duros no salen palabras de aliento y consuelo, sino siempre correcciones y regañinas. Como dice el papa Francisco, la rigidez de corazón no solo nos quita la libertad que nos proporciona la gratuidad de sabernos salvados por Cristo, sino que no deja que el Espíritu Santo habite en nosotros. Por eso, en tus manos está acercarte a los jóvenes desde la frescura de un Evangelio que renueva o desde preceptos y mandatos de una ley que obliga.   

Recuerda siempre que eres un constructor de paz, por lo que tus palabras no deben sembrar jamás división ni odio en el corazón de tus oyentes. Ten en cuenta que la Palabra de Dios ha de ser siempre herramienta para la conversión de los corazones, no arma para destrozarlos. No utilices nunca la Palabra de Dios a tu conveniencia, ni siquiera para consolidar o dar fuerza a tus argumentos, porque la Palabra de Dios no se funda en tus pensamientos, sino que son tus pensamientos los que han de fundarse en la Palabra de Dios.  

No pretendas estar al frente de todo y abarcar mucho, porque apretarás poco y te quedará muy poco tiempo para preparar tu corazón, convirtiéndote así en un funcionario de la Iglesia con una constante agenda que cumplir. Por eso, no te perpetúes en tus cargos y pide el traslado cuando veas que la comodidad se ha instalado en tu corazón. Sé Iglesia en salida, pero de la de verdad, no de la que se queda en las palabras. No hables de ser esa Iglesia en salida si tú te perpetúas en tus cargos porque estás muy cómodo en ellos, porque te barren, te friegan, te lavan, te planchan... Deja que entre el aire fresco en tu vida de vez en cuando, pero, sobre todo, deja que ese aire fresco entre en la vida de los demás, de quienes tienes por debajo de ti, cosa que no ocurrirá si pretendes ocupar eternamente los puestos más privilegiados.  

Actúa siempre aspirando a que tus pupilos no puedan decir nunca que han prosperado en la vida a pesar de ti, sino gracias a ti, de modo que te recuerden con cariño porque practicaste con ellos el Evangelio, y no con rencor o como un obstáculo en sus vidas.

Recuerda también que a Jesús no se le encuentra en los primeros puestos, sino que siempre está en el último. Por eso, no te engrías, no presumas, no te enorgullezcas y no exijas lo que tú mismo no eres capaz de cumplir, sino solo aquello en lo que tú mismo seas una persona modélica. Aprende a escuchar, pero sobre todo, a interpretar los signos de tu entorno y de tu tiempo. ¿Quieres formar? Pues fórmate tú primero, porque un ciego no podrá jamás ser guía de otro ciego.

No trates de fabricar copias tuyas cuando ostentes un cargo de responsabilidad, poniéndote tú a la vista de los demás como modelo. Cada vocación es distinta porque así lo ha querido Dios. Antes bien, aprende a descubrir las capacidades y dones de cada uno de tus pupilos para fomentarlas y ayudarles a desarrollarlas para mayor gloria de Dios. Ten siempre presente un principio fundamental en el trato con ellos: que tan injusto es tratar de modo diferente a dos personas iguales, como lo es tratar igual a dos personas diferentes. Porque al final de la vida no te van a preguntar cuántas copias tuyas has realizado, cuántas mentes has cambiado, cuántas vidas has modelado y cuantas voluntades doblegado, sino que al final de la vida nos examinarán a todos del amor. 

Que tu vida sacerdotal no sea una pretensión de escalar posiciones y que tu máximo interés no sea llegar a ser Obispo. No olvides nunca de que, si llegaste hasta donde has llegado, fue gracias a alguien que se quedó abajo para verte o ayudarte a subir. Ni olvides tampoco que los cargos no se consiguen, sino que llegan; que no se buscan, sino que se encuentran. Así, cuando un cargo recaiga en otro, no te roerá la envidia ni tu alma sufrirá, porque lo esperabas para ti. Ni tampoco creas que los cargos son premios. Al contrario, debes saber desde el principio que los cargos son cargas, y que el mejor servicio que puedes hacer a la Iglesia es desempeñarlos lo mejor posible y para el bien de los demás,no para el tuyo propio. 

No saques conclusiones precipitadas y, antes de juzgar, siempre piénsalo dos veces. Recuerda que tendrás poder, por eso debes ser cauteloso y aplicarlo con sabiduría. Por eso decía san Ignacio de Loyola: «en tiempos de crisis no hagas mudanza», sabio consejo que más de una vez, si hacemos caso de él, nos ayudará a seguir adelante, a no tirar la toalla.

Ten siempre bien presente que, aunque el respeto es algo que todos merecemos, hay que ganarlo, no exigirlo. Por eso, si tu obrar se sustenta en el derecho y en la jerarquía, por mucha razón que tengas, no habrás entendido nada. Parafraseando a Miguel de Unamuno, vencerás, porque tienes de tu lado el poder, pero no convencerás, porque no lo usas con justicia. Por eso, si un día tienes que expulsar a alguien de tu entorno, recuerda siempre que la expulsión no es un fracaso del pupilo, sino del maestro, que no supo inculcarle lo que le después le iba a pedir. Y, por supuesto, no concentres todo el poder en tu persona, sino repártelo con tus compañeros, déjate aconsejar por un Director Espiritual y no niegues nunca a nadie su derecho a la legítima defensa cuando tengas que adoptar posturas tajantes o impartir justicia. Porque si le niegas ese derecho fundamental, más que un formador serás un dictador. 

¿Quieres predicar la puntualidad? No llegues tarde. ¿Quieres predicar la organización de vida? No te pases tu vida improvisando y corriendo de acá para allá. ¿Quieres predicar la humildad? Practícala tú primero. ¿Quieres predicar sobre la importancia de la oración? No la fuerces, no hagas de ella algo obligatorio. Si tu predicación no va a construir, mejor cállate, porque el Evangelio no está para reprender, sino para enseñar, no está para obligar, sino para exhortar. ¿Quieres construir Iglesia? Deja de lado el rigorismo y los escrúpulos. ¿Quieres formar comunidad? Deja que la comunidad tenga algo que decir al respecto y que participe en su propia construcción, respeta su opinión y no coartes jamás su libertad. 

Pues bien, queridos seminaristas. Os animo a seguir vuestro camino de seguimiento y configuración con Cristo y a que no tiréis nunca la toalla en vuestro seguimiento a Cristo, ya que no hay nada más importante en la vida. Si Dios quiere que un día seáis sacerdotes, no habrá obstáculo en el mundo capaz de impedirlo. Recordad siempre que, afortunadamente, en la Iglesia no todo es mal ejemplo e incoherencia, sino que la tónica dominante, a nivel general, es bien distinta. Por eso, quédate con los buenos ejemplos de los grandes santos que nos rodean cada día que pasa y que inundan a raudales nuestras diócesis. Localiza y evita siempre los malos comportamientos y errores de aquellos que, por una u otra razón, se han apartado de los caminos que conducen al Señor. Y, antes que guardarles rencor, reza siempre por ellos y por su conversión, pues ellos mismos son las verdaderas víctimas de sus errores. De lo contrario, tú también serás una víctima de ellos. Sea como sea, saca siempre lo mejor de todos los ejemplos que veas para que, un día, tú seas ejemplo para los demás y ofrezcas siempre al mundo la mejor versión de ti mismo


Martín Bermejo