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"Hermanos, comencemos, ya que hasta ahora poco o nada hemos hecho..."

Un gran Santo, el más pobre en lo material, pero el más rico en lo espiritual dijo en su lecho de muerte: "Hermanos, comencemos, ya que hasta ahora poco o nada hemos hecho...". Ese gran Santo era Francisco, y si él dijo no haber hecho nada, ¿que hemos hecho nosotros? Empecemos a hacer algo para cambiar el mundo, ¿no os parece?

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sábado, 28 de marzo de 2020

Urbi et orbi


Ayer tuvimos la oportunidad de presenciar y recibir la bendición urbi et orbi (a la ciudad y al mundo) del papa Francisco. Normalmente, solo se imparte dos veces al año, en Pascua y en Navidad, por lo que esta bendición extraordinaria es todo un símbolo, una señal de la importancia del momento que el mundo está atravesando, de la prueba a la que se está viendo sometido. Esta bendición otorga a los fieles una indulgencia plenaria (bajo las condiciones determinadas por el Derecho Canónico). Sin embargo, hay algo que conviene aclarar para no caer en el error de quedarnos con lo periférico, con lo superficial de tan importante acontecimiento.

Ayer, justo después de la bendición urbi et orbi, pensé: ¿qué ha cambiado? Porque mi primera impresión, lo reconozco, fue pensar en el milagro, en que Dios podía erradicar toda esta pandemia de un plumazo si así lo quisiera. Pero hoy me he dado cuenta de que mi planteamiento estaba equivocado. En efecto, más bien la pregunta que debía haberme hecho tras la bendición es: ¿qué ha cambiado en mí? Porque podemos caer en la tentación de pensar que el papa bendice a la ciudad y al mundo sin pararnos a pensar que esa ciudad y ese mundo que bendice somos nosotros, las personas que poblamos todas las ciudades y todo el mundo. ¿De qué valdría bendecir únicamente un conjunto de edificios, calles y plazas, de montañas, valles, ríos, campos y árboles si no hubiera hombres y mujeres que pudiesen beneficiarse de tal gracia de Dios? Pero he tenido que darme cuenta de esto hoy, haciendo el oficio de lectura: Cuando los israelitas que caminaban por el desierto morían a causa de las picaduras de serpiente, acudieron a Moisés pidiéndole que intercediera ante Dios para que apartase de ellos las serpientes. Y cuando Moisés lo hizo, el Señor le dijo que se hiciese una serpiente de bronce y la colocase en un estandarte, de modo que, cuando los mordidos por serpiente la mirasen, quedasen curados (cf. Nm 20, 1-13; 21, 4-9). 


Pues bien, cuando leí este pasaje, comprendí que, si Dios así lo hubiese querido, habría apartado las serpientes de los israelitas. Pero no lo hizo así. En lugar de apartar las serpientes, les dio el remedio para curar las mordeduras. Y pensé: ¿no es lo mismo que hizo ayer el papa con la bendición urbi et orbi? Cuando le vimos levantar la Custodia con el Santísimo y bendecir con Él al mundo entero, ¿no era el Santísimo ese estandarte al que hemos de levantar la mirada cuando somos tocados por la tribulación para quedar sanados? ¿Acaso no es Jesucristo la cura que más necesita el hombre que pasa por el duro trance de la prueba? Porque si Dios hubiese eliminado con su poder todas las serpientes del desierto, habría eliminado también con ellas esa capacidad fundamental que ha otorgado al hombre desde el momento de la creación y por la cual se define como imagen y semejanza de Dios. Me refiero a la libertad. Pues bien, de la misma manera, Dios nos ha dado a Cristo para que, quien así lo desee, quien decida libremente alzar sus ojos a Él, lo haga y quede curado. He aquí, por tanto, que la tribulación, la prueba, tiene una doble importancia: por un lado, nos hace reconocernos dependientes, salir de nuestra autosuficiencia, reconocer que solo en comunidad somos salvados, no individualmente, por lo que propicia el crecimiento interior y nos hace más humanos, más humildes. Por otro lado, nos pone en la tesitura de elegir nuestro camino, haciendo de nosotros hombres y mujeres libres, de tal modo que nuestra opción por Cristo es voluntaria, no impuesta. Sin embargo, cuando uno decide libremente optar por Cristo, se da cuenta de que, a mayor dependencia de Dios, más libre es el hombre.


Porque, como nos dice la segunda lectura del oficio de hoy, Jesús nos enseña con su ejemplo que nosotros hemos de llevar también nuestra cruz, pero también que, constituido Señor por su resurrección, obra en los corazones de los hombres, excitando en ellos una sed de la vida futura. Por eso, si alguno se pregunta de qué manera es posible superar esta mísera condición, sepa que para el cristiano hay una respuesta: que toda la actividad del hombre debe purificarse y ser llevada a su perfección en la cruz y resurrección de Cristo (cf. GS 37-38). Por eso, no pidamos tanto por el fin de la prueba como por el aumento de nuestra fe y confianza en que Cristo es la única medicina que tenemos para superarla. Alcemos la vista a Cristo y digamos con Él: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal 39).

jueves, 26 de marzo de 2020

La Iglesia: todo un derroche de misericordia


Ante esta epidemia del coronavirus que, un día más, nos tiene a todos «a raya», encerrados en nuestras casas y castigados sin salir, uno puede hacer varias lecturas. La primera de esas lecturas es la fácil, una lectura superficial que pasa solo por la razón, no por el corazón: desear que todo esto acabe de una vez para volver a la rutina de siempre cuanto antes. Después tenemos una segunda lectura, la lectura del corazón, la cual ha pasado antes por la criba de la razón. Esta lectura nos hace pacientes y comprensivos con lo que está ocurriendo, de modo que hacemos lo que está en nuestra mano, que, aunque realmente es poca cosa, es algo: quedarnos en casa para no esparcir más la enfermedad. Con esto no solo cooperamos directamente, sino también de forma indirecta, ya que muchas personas, si nos ven a nosotros desobedecer las normas, tienen la excusa perfecta para hacerlo también ellas. Por tanto, nuestra pequeña acción tiene un doble sentido: colaborar y concienciar. En tercer lugar, podemos hacer una lectura más profunda, una lectura que va más allá de la racional y la del corazón. Me refiero a la lectura espiritual. Esta lectura nos lleva a hacernos preguntas: ¿Qué me está queriendo decir Dios con todo esto?, ¿puedo hacer algo más por los demás, aparte de quedarme en casa?, ¿qué sentido tiene mi vida?, ¿qué es lo realmente importante y lo secundario?, ¿puedo asegurar que mañana seguiré viviendo?, ¿sirve la oración para algo?, ¿vivo como si no fuese a morir nunca?, ¿agradezco cada mañana el don de la vida?, ¿en torno a qué gira mi vida? Así podemos continuar con una larga lista de preguntas que afloran solo cuando uno se adentra en lo más profundo de su ser y lo pone frente al misterio insondable de Dios. Y así como del encuentro con Dios y con uno mismo pueden surgir interrogantes y retos para una vida nueva, también puede surgir algo con lo que jamás nos hemos enfrentado: el conocimiento de nosotros mismos, de nuestra interioridad y de nuestra dimensión espiritual aletargada. En ese caso, la lectura espiritual en este tiempo de crisis habrá valido de mucho, pues ya nunca volveremos a ver la realidad del mundo en que vivimos de la misma manera: nos habremos convertido. Es esto algo muy importante, más aún en medio de una sociedad que navega a partes iguales entre los videojuegos, las series televisivas y el culto al cuerpo.    

Pues bien, la Iglesia, encabezada por el papa Francisco, ha hecho una cuarta lectura que engloba y supera a las otras tres: una lectura misericordiosa. De hecho, ha dado un paso que abre las puertas del cielo a muchas personas que, sin quererlo y de repente, van a ser las personas más afortunadas del mundo, a pesar de los sufrimientos y el dolor en esta vida caduca y efímera. Por eso, fruto de su comprensión, compasión y entrañas de madre, la Iglesia ha establecido la indulgencia plenaria para los infectados y afectados por el coronavirus, de modo que el «cuenta-kilómetros» de sus pecados se pongan «a cero». Y esto incluye no solo a los que sufren la enfermedad, sino también a los trabajadores de la salud, familiares y aquellos que, sea en la calidad que sea, se ocupan de los enfermos. Para obtener el enorme regalo de la indulgencia plenaria, podrán simplemente recitar el Credo, el Padre Nuestro y una oración a María. Igualmente, otras personas podrán elegir entre varias opciones: visitar el Santísimo Sacramento o la Adoración Eucarística, leer las Sagradas Escrituras durante al menos media hora, recitar el Rosario, el Vía Crucis o la Coronilla de la Divina Misericordia o pedir a Dios por el fin de la epidemia, el alivio de los enfermos y la salvación eterna para aquellos a los que el Señor ha llamado a sí. La indulgencia plenaria puede ser obtenida también por los fieles que, a punto de morir, no pueden recibir el sacramento de la unción de los enfermos. En este caso se recomienda el uso del crucifijo.

Toda la información acerca de este magnífico regalo que la Iglesia hace a sus hijos puedes consultarlo en el siguiente enlace:


Además, la Oficina de prensa de la Santa Sede ha emitido un comunicado sobre el evento que tendrá lugar el próximo viernes, 27 de marzo en el que dice que en este tiempo de emergencia para la humanidad invita a los católicos de todo el mundo a unirse espiritualmente en oración con él, precisando que «la oración del Santo Padre podrá ser seguida en directo a través de los medios y se concluirá con la bendición eucarística. A todos los que se unan espiritualmente a este momento de oración a través de los medios de comunicación les será concedida la indulgencia plenaria según las condiciones previstas en el decreto de la Penitenciaría Apostólica del enlace anterior.


Alegrémonos, por tanto, por todas estas personas para las cuales la Iglesia ha dicho a los ángeles: ¡Abrid las puertas del cielo!. Descansen en paz los que ya partieron para la morada eterna y brille para ellos la luz perpetua.

martes, 24 de marzo de 2020

La importancia de la prueba

Cada día es un milagro
Si cada día en la vida del cristiano, ya de por sí, debe comenzar con una acción de gracias por el don de la vida, con cuánto mayor motivo debemos agradecer en estos tiempos que corren el despertar cada mañana en nuestras casas, rodeados de nuestros seres queridos y con salud, esa salud que a muchos falta, que llena los pasillos de nuestros hospitales de camas con nuevos enfermos, que hace de nuestros edificios públicos hospitales improvisados de campaña.

Si el tiempo de Cuaresma es, como se suele decir en sentido figurado, un tiempo fuerte, esta Cuaresma del 2020 lo está siendo en el más real de los sentidos. Cuaresma y cuarentena son dos palabras que, curiosamente, tienen una raíz etimológica común: los cuarenta días que dura la separación, el sacrificio, en definitiva, la prueba. ¿Y qué tendrá la prueba que todos huimos de ella? Como bien dice Chus Villarroel, O.P., nuestra espiritualidad, la del mundo desarrollado en que vivimos, es cada vez más una espiritualidad New Age (Nueva Era) caracterizada por ser una espiritualidad sin cruz. Pero ya nos dice el papa en su oración a María ante la epidemia del coronavirus que «estamos seguros que proveerás, para que, como en Caná de Galilea, pueda volver la alegría y la fiesta después de este momento de prueba». Es decir, que poniendo su confianza en que la prueba pasará, sin embargo, no pide a Dios que nos exima de ella, sino que vuelva la alegría una vez pasada. Indirectamente se nos está diciendo que la prueba es como ese fuego que acrisola, pero solo para dar forma y eliminar las impurezas, aunque ciertamente produzca dolor. Se nos está diciendo que, en la vida del creyente, la prueba es necesaria y nos ayuda a crecer.  
  
Cristo nos dio ejemplo con su padecimiento
Ciertamente, todos estamos esperando que pase de largo esta epidemia, pero está en nosotros, los cristianos, considerar esta Cuaresma tan especial como algo que olvidar, algo que esperar que pase cuanto antes para volver a nuestra vida rutinaria de misas, rosarios y mil quehaceres diarios o, por el contrario, pararnos a pensar qué nos está queriendo decir Dios con todo esto que está ocurriendo. De nuestra postura ante esta encrucijada depende algo vital para nuestra vida espiritual: que esta Cuaresma, esta cuarentena, sea para nosotros un encierro o que, por el contrario, se convierta en una oportunidad única de crecimiento interior, buscando qué me quiere decir Dios con este parón en mi vida, considerando qué es fundamental y qué accesorio para mí, en qué pongo mis anhelos y mis esperanzas, y, sobre todo, si Jesucristo es para mí únicamente una tabla de salvación para los momentos de crisis o, por el contrario, es esa Verdad con mayúsculas con la cual tengo que configurar mi vida. Esto último es lo que nos recuerda el papa en la oración anteriormente citada cuando dice: «ayúdanos, Madre del Divino Amor, a conformarnos a la voluntad del Padre».

De toda prueba, el hombre sale siempre fortalecido
Pensemos en ello, pues jamás volveremos a tener una oportunidad como esta para meditar, pararnos a pensar, poner en orden nuestras ideas y nuestra fe. Quizás, aunque la espiritualidad de la New Age pueda no comprenderlo y hasta escandalizarse, podamos sacar algo bueno del coronavirus. 

martes, 17 de marzo de 2020

¡Maldito tiempo libre!


En estos días que corren, el peregrino mangurrino no tiene más remedio que, tratando de ser un buen ciudadano, quedarse en casa. Sin embargo, como de todo lo malo hay que sacar siempre las conclusiones más positivas (porque no todo es siempre malo), he aprovechado para hacer una nueva peregrinación que dejamos siempre pendiente, para la que nunca tenemos tiempo. Me refiero a la peregrinación interior, la peregrinación a lo más profundo de nuestra alma. Porque, más a menudo de lo que pensamos, no nos conocemos a nosotros mismos.

En una sociedad en la que nunca hay tiempo para nada, resulta que ahora, de repente, nos topamos con todo el tiempo del mundo. Así, a quemarropa. Muchos, a buen seguro, no serán capaces de gestionar tal carga. Es normal, no estamos acostumbrados. Somos capaces de ponernos «el mundo por montera», de acometer mil proyectos a la vez mientras planeamos otros mil más; somos capaces de madrugar para sacar más tiempo, para sacarlo de donde no lo hay; y somos capaces de transformar nuestros cuerpos y nuestras mentes, acomodándolos a las modas de cada momento para mantenernos ocupados escalando puestos cada vez más altos en la sociedad, siempre enfocando nuestra vida a conseguir un mayor bienestar físico. Sin embargo, a pesar de saber y experimentar tantas y tantas cosas, nunca nadie nos enseñó a estar solos. Más aún, a aprovechar los momentos de soledad. De tal forma que, si nos quitasen la televisión, internet, el teléfono y la radio, no seríamos capaces de estar cara a cara con nuestro propio silencio interior más que unos pocos minutillos sin volvernos locos.


Esto ha quedad muy bien reflejado en nuestra sociedad posmoderna, esa que no sabe vivir en comunidad, que se caracteriza por el más absoluto individualismo y que, sin embargo, necesita constantemente de la comunidad y la busca a través de las redes sociales. Y no han pasado ni tres días de confinamiento en casa cuando miles de personas han tenido la imperiosa necesidad de hacerse sentir, de hacerse notar, de mostrar sus talentos para que todos lo vean, aparentando, como siempre se hace en las redes sociales, vivir vidas perfectas y ser ejemplo para los demás. Así, de pronto, surgen numerosas voces que, desde los balcones, aplauden, gritan, tocan instrumentos, dan clases de yoga o cantan el «Sobreviviré» de Mónica Naranjo y el «Resistiré» del Dúo dinámico. ¡Y solo han pasado dos días!


Y, en efecto, en solo dos días ya se echa en falta en muchos algo tan apreciado como es la necesidad urgente de «matar» el tiempo, como si el tiempo pudiese ser matado, como si el tiempo fuese un enemigo al que constantemente hay que vencer para no tener que enfrentarnos a la cruda realidad de nuestra propia interioridad, pues de ella, sin nosotros darnos cuenta, surgen las pregunta más trascendentales que se hace el hombre. Y esas preguntas nos aterran, porque todas terminan llevándonos al mismo e inevitable fin: la muerte futura y el sentido de nuestra vida: ¿Qué he venido a hacer a este mundo? ¿Quién me trajo y para qué? ¿Tengo alguna función que desempeñar? ¿Realmente todo esto es fruto del azar? Efectivamente, ante estas preguntas, lo mejor que puede hacer el mundo posmoderno es «drogarse» con las múltiples drogas que el mundo moderno ofrece para dilatar las pupilas de la fe y de la razón, de modo que tales preguntas no asomen por nuestra imaginación. Y para ello, ¿qué mejor que el yoga, el fútbol, la música, el cine, los viajes, el gimnasio y las aficiones?

En los tiempos de crisis es cuando se conoce mejor a las personas. En tiempos de crisis aflora lo mejor y lo peor de nuestras sociedades avanzadas, mostrando los dos extremos a los que somos capaces de llegar los humanos cuando lo que nos diferencia es el espíritu del egoísmo y la individualidad. Por un lado hemos visto personas que, sin pensar en los demás, llenan los carros de la compra con cantidades ingentes de comida para poder estar un mes en casa sin salir, ya que gozan de todas las comodidades: un techo, electricidad, agua corriente, calefacción, aire acondicionado, televisión, internet, teléfono y hasta Netflix. Pueden así vivir sus vidas de espaldas a la sociedad y sin preocupaciones, pues tienen todo lo que necesitan. Pero, por otro lado, hemos visto también personas que se ofrecen como voluntarias para ayudar a los mayores encerrados en sus casas, y personas que salen a sus puestos de trabajo como cada día para atender las necesidades de los que sufren la enfermedad, para gestionar el tráfico y la seguridad ciudadana, para atender las necesidades espirituales y pastorales de un pueblo que sufre y que sigue necesitando de la unción de enfermos, de ser enterrados o, sencillamente, de ser escuchados, consolados o fortalecidos. Podríamos catalogar ambos «bandos» como de héroes y villanos, pero nos equivocaríamos. La verdadera distinción que debemos hacer entre estos dos grupos tan diferenciados sería otra: los que aman y los que no.

Y entre esos dos polos vive nuestra sociedad, entre el polo de los que se entregan y el de los que parasitan, no aportan nada y se limitan a vivir, sencillamente porque pueden, porque tienen dinero con el que pagar sus caprichos. Sin embargo, el coronavirus no hace distingos, y hemos visto que se lleva por delante lo mismo a ciudadanos de a pie como a políticos, a nacionalistas como a separatistas, a creyentes como a ateos, a feministas y a no feministas, etc. ¿Qué nos quiere esto decir? La respuesta a esta pregunta, quizás, la tienes en tu propio interior, pero necesitas de aprovechar el tiempo de confinamiento en tu casa para discernir, para sentarte cara a cara contigo mismo. Está en tu mano ponerte ante Dios o ante la televisión. Como siempre, tú decides.