Ayer tuvimos la oportunidad de
presenciar y recibir la bendición urbi et
orbi (a la ciudad y al mundo) del papa Francisco. Normalmente, solo se
imparte dos veces al año, en Pascua y en Navidad, por lo que esta bendición extraordinaria
es todo un símbolo, una señal de la importancia del momento que el mundo está atravesando,
de la prueba a la que se está viendo sometido. Esta bendición otorga a los
fieles una indulgencia plenaria (bajo las condiciones determinadas por el
Derecho Canónico). Sin embargo, hay algo que conviene aclarar para no caer en
el error de quedarnos con lo periférico, con lo superficial de tan importante
acontecimiento.
Ayer, justo después de la
bendición urbi et orbi, pensé: ¿qué
ha cambiado? Porque mi primera impresión, lo reconozco, fue pensar en el
milagro, en que Dios podía erradicar toda esta pandemia de un plumazo si así lo
quisiera. Pero hoy me he dado cuenta de que mi planteamiento estaba equivocado.
En efecto, más bien la pregunta que debía haberme hecho tras la bendición es: ¿qué
ha cambiado en mí? Porque podemos
caer en la tentación de pensar que el papa bendice a la ciudad y al mundo sin
pararnos a pensar que esa ciudad y ese mundo que bendice somos nosotros, las
personas que poblamos todas las ciudades y todo el mundo. ¿De qué valdría
bendecir únicamente un conjunto de edificios, calles y plazas, de montañas,
valles, ríos, campos y árboles si no hubiera hombres y mujeres que pudiesen
beneficiarse de tal gracia de Dios? Pero he tenido que darme cuenta de esto
hoy, haciendo el oficio de lectura: Cuando los israelitas que caminaban por el
desierto morían a causa de las picaduras de serpiente, acudieron a Moisés
pidiéndole que intercediera ante Dios para que apartase de ellos las
serpientes. Y cuando Moisés lo hizo, el Señor le dijo que se hiciese una
serpiente de bronce y la colocase en un estandarte, de modo que, cuando los
mordidos por serpiente la mirasen, quedasen curados (cf. Nm 20, 1-13; 21, 4-9).
Pues bien, cuando leí este pasaje, comprendí que, si Dios así lo hubiese querido, habría apartado las serpientes de los israelitas. Pero no lo hizo así. En lugar de apartar las serpientes, les dio el remedio para curar las mordeduras. Y pensé: ¿no es lo mismo que hizo ayer el papa con la bendición urbi et orbi? Cuando le vimos levantar la Custodia con el Santísimo y bendecir con Él al mundo entero, ¿no era el Santísimo ese estandarte al que hemos de levantar la mirada cuando somos tocados por la tribulación para quedar sanados? ¿Acaso no es Jesucristo la cura que más necesita el hombre que pasa por el duro trance de la prueba? Porque si Dios hubiese eliminado con su poder todas las serpientes del desierto, habría eliminado también con ellas esa capacidad fundamental que ha otorgado al hombre desde el momento de la creación y por la cual se define como imagen y semejanza de Dios. Me refiero a la libertad. Pues bien, de la misma manera, Dios nos ha dado a Cristo para que, quien así lo desee, quien decida libremente alzar sus ojos a Él, lo haga y quede curado. He aquí, por tanto, que la tribulación, la prueba, tiene una doble importancia: por un lado, nos hace reconocernos dependientes, salir de nuestra autosuficiencia, reconocer que solo en comunidad somos salvados, no individualmente, por lo que propicia el crecimiento interior y nos hace más humanos, más humildes. Por otro lado, nos pone en la tesitura de elegir nuestro camino, haciendo de nosotros hombres y mujeres libres, de tal modo que nuestra opción por Cristo es voluntaria, no impuesta. Sin embargo, cuando uno decide libremente optar por Cristo, se da cuenta de que, a mayor dependencia de Dios, más libre es el hombre.
Pues bien, cuando leí este pasaje, comprendí que, si Dios así lo hubiese querido, habría apartado las serpientes de los israelitas. Pero no lo hizo así. En lugar de apartar las serpientes, les dio el remedio para curar las mordeduras. Y pensé: ¿no es lo mismo que hizo ayer el papa con la bendición urbi et orbi? Cuando le vimos levantar la Custodia con el Santísimo y bendecir con Él al mundo entero, ¿no era el Santísimo ese estandarte al que hemos de levantar la mirada cuando somos tocados por la tribulación para quedar sanados? ¿Acaso no es Jesucristo la cura que más necesita el hombre que pasa por el duro trance de la prueba? Porque si Dios hubiese eliminado con su poder todas las serpientes del desierto, habría eliminado también con ellas esa capacidad fundamental que ha otorgado al hombre desde el momento de la creación y por la cual se define como imagen y semejanza de Dios. Me refiero a la libertad. Pues bien, de la misma manera, Dios nos ha dado a Cristo para que, quien así lo desee, quien decida libremente alzar sus ojos a Él, lo haga y quede curado. He aquí, por tanto, que la tribulación, la prueba, tiene una doble importancia: por un lado, nos hace reconocernos dependientes, salir de nuestra autosuficiencia, reconocer que solo en comunidad somos salvados, no individualmente, por lo que propicia el crecimiento interior y nos hace más humanos, más humildes. Por otro lado, nos pone en la tesitura de elegir nuestro camino, haciendo de nosotros hombres y mujeres libres, de tal modo que nuestra opción por Cristo es voluntaria, no impuesta. Sin embargo, cuando uno decide libremente optar por Cristo, se da cuenta de que, a mayor dependencia de Dios, más libre es el hombre.
Porque, como nos dice la segunda
lectura del oficio de hoy, Jesús nos enseña con su ejemplo que nosotros hemos
de llevar también nuestra cruz, pero también que, constituido Señor por su
resurrección, obra en los corazones de los hombres, excitando en ellos una sed
de la vida futura. Por eso, si alguno se pregunta de qué manera es posible superar
esta mísera condición, sepa que para el cristiano hay una respuesta: que toda
la actividad del hombre debe purificarse y ser llevada a su perfección en la
cruz y resurrección de Cristo (cf. GS 37-38). Por eso, no pidamos tanto por el
fin de la prueba como por el aumento de nuestra fe y confianza en que Cristo es
la única medicina que tenemos para superarla. Alcemos la vista a Cristo y digamos
con Él: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad (Sal 39).
Amén, amén amén...
ResponderEliminar