En estos días que corren, el
peregrino mangurrino no tiene más remedio que, tratando de ser un buen ciudadano,
quedarse en casa. Sin embargo, como de todo lo malo hay que sacar siempre las
conclusiones más positivas (porque no todo es siempre malo), he aprovechado
para hacer una nueva peregrinación que dejamos siempre pendiente, para la que
nunca tenemos tiempo. Me refiero a la peregrinación interior, la peregrinación
a lo más profundo de nuestra alma. Porque, más a menudo de lo que pensamos, no
nos conocemos a nosotros mismos.
En una sociedad en la que nunca
hay tiempo para nada, resulta que ahora, de repente, nos topamos con todo el
tiempo del mundo. Así, a quemarropa. Muchos, a buen seguro, no serán capaces de
gestionar tal carga. Es normal, no estamos acostumbrados. Somos capaces de ponernos
«el mundo por montera», de acometer mil proyectos a la vez mientras planeamos
otros mil más; somos capaces de madrugar para sacar más tiempo, para sacarlo de donde no lo hay; y somos capaces de transformar nuestros cuerpos y nuestras
mentes, acomodándolos a las modas de cada momento para mantenernos ocupados escalando
puestos cada vez más altos en la sociedad, siempre enfocando nuestra vida a
conseguir un mayor bienestar físico. Sin embargo, a pesar de saber y experimentar tantas y
tantas cosas, nunca nadie nos enseñó a estar solos. Más aún, a aprovechar los
momentos de soledad. De tal forma que, si nos quitasen la televisión, internet,
el teléfono y la radio, no seríamos capaces de estar cara a cara con nuestro
propio silencio interior más que unos pocos minutillos sin volvernos locos.
Esto ha quedad muy bien reflejado
en nuestra sociedad posmoderna, esa que no sabe vivir en comunidad, que se
caracteriza por el más absoluto individualismo y que, sin embargo, necesita
constantemente de la comunidad y la busca a través de las redes sociales. Y no
han pasado ni tres días de confinamiento en casa cuando miles de personas han
tenido la imperiosa necesidad de hacerse sentir, de hacerse notar, de mostrar
sus talentos para que todos lo vean, aparentando, como siempre se hace en las
redes sociales, vivir vidas perfectas y ser ejemplo para los demás. Así, de
pronto, surgen numerosas voces que, desde los balcones, aplauden, gritan, tocan
instrumentos, dan clases de yoga o cantan el «Sobreviviré» de Mónica Naranjo y
el «Resistiré» del Dúo dinámico. ¡Y solo han pasado dos días!
Y, en efecto, en solo dos días ya
se echa en falta en muchos algo tan apreciado como es la necesidad urgente de
«matar» el tiempo, como si el tiempo pudiese ser matado, como si el tiempo
fuese un enemigo al que constantemente hay que vencer para no tener que
enfrentarnos a la cruda realidad de nuestra propia interioridad, pues de ella,
sin nosotros darnos cuenta, surgen las pregunta más trascendentales que se hace
el hombre. Y esas preguntas nos aterran, porque todas terminan llevándonos al
mismo e inevitable fin: la muerte futura y el sentido de nuestra vida: ¿Qué he
venido a hacer a este mundo? ¿Quién me trajo y para qué? ¿Tengo alguna función
que desempeñar? ¿Realmente todo esto es fruto del azar? Efectivamente, ante
estas preguntas, lo mejor que puede hacer el mundo posmoderno es «drogarse» con las múltiples drogas que el mundo moderno ofrece para dilatar las pupilas de la fe y de la razón, de modo que tales preguntas no
asomen por nuestra imaginación. Y para ello, ¿qué mejor que el yoga, el fútbol,
la música, el cine, los viajes, el gimnasio y las aficiones?
En los tiempos de crisis es
cuando se conoce mejor a las personas. En tiempos de crisis aflora lo mejor y
lo peor de nuestras sociedades avanzadas, mostrando los dos extremos a los que
somos capaces de llegar los humanos cuando lo que nos diferencia es el espíritu
del egoísmo y la individualidad. Por un lado hemos visto personas que, sin pensar en los demás, llenan
los carros de la compra con cantidades ingentes de comida para poder estar un
mes en casa sin salir, ya que gozan de todas las comodidades: un techo,
electricidad, agua corriente, calefacción, aire acondicionado, televisión, internet,
teléfono y hasta Netflix. Pueden así vivir sus vidas de espaldas a la sociedad
y sin preocupaciones, pues tienen todo lo que necesitan. Pero, por otro lado, hemos
visto también personas que se ofrecen como voluntarias para ayudar a los
mayores encerrados en sus casas, y personas que salen a sus puestos de
trabajo como cada día para atender las necesidades de los que sufren la
enfermedad, para gestionar el tráfico y la seguridad ciudadana, para atender
las necesidades espirituales y pastorales de un pueblo que sufre y que sigue
necesitando de la unción de enfermos, de ser enterrados o, sencillamente, de
ser escuchados, consolados o fortalecidos. Podríamos catalogar ambos «bandos»
como de héroes y villanos, pero nos equivocaríamos. La verdadera distinción que
debemos hacer entre estos dos grupos tan diferenciados sería otra: los que
aman y los que no.
Y entre esos dos polos vive
nuestra sociedad, entre el polo de los que se entregan y el de los que
parasitan, no aportan nada y se limitan a vivir, sencillamente porque pueden,
porque tienen dinero con el que pagar sus caprichos. Sin embargo, el
coronavirus no hace distingos, y hemos visto que se lleva por delante lo mismo
a ciudadanos de a pie como a políticos, a nacionalistas como a separatistas, a
creyentes como a ateos, a feministas y a no feministas, etc. ¿Qué nos quiere
esto decir? La respuesta a esta pregunta, quizás, la tienes en tu propio
interior, pero necesitas de aprovechar el tiempo de confinamiento en tu casa
para discernir, para sentarte cara a cara contigo mismo. Está en tu mano
ponerte ante Dios o ante la televisión. Como siempre, tú decides.
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