Estamos asistiendo a uno de los mayores
problemas a los que se enfrenta Europa desde hace bastante tiempo. El caso de
los refugiados sirios está resultando ser la vara de medir conciencias que unos
y otros usan para medir a los demás, siempre desde una postura de “buenismo”
que nos hace excluirnos de la medición, algo muy humano, por cierto.
Tras el “reparto” de refugiados, cada
país tiene ahora la obligación moral de atender las necesidades de tantos
desgraciados que sufren en silencio la injusticia de una nación azotada por una
oleada de odio y violencia sin sentido que ha provocado un nuevo éxodo de
dimensiones más que considerables y preocupantes. Y hasta que el niño Aylan no
ha sido un icono representativo del problema sirio, Europa no ha despertado.
Ahora, movidos por la sensibilidad que produjo esta foto y otras más que vemos
a diario en los informativos, ha despertado la conciencia humanitaria de la
sociedad europea. Pero ojo, mucho cuidado, porque no es oro todo lo que reluce.
Como suele ocurrir en estos casos, surgen
del fondo del abismo del letargo solidario numerosos hombres y mujeres que,
teclado en mano, tratan de arreglar el mundo y sus problemas con sus opiniones,
críticas y juicios. Se han adelantado ya algunos partidos políticos para sacar
tajada electoral del problema sirio, convocando y sumándose a protestas y
manifestaciones organizadas para lavar conciencias y dejar claro que están del
lado de los buenos, de los que sufren. Pero aún no ha salido nadie a la
palestra para ofrecer su casa o su tiempo como medida solidaria para atajar el
problema. Sí, sin embargo, escuchamos frases entre los políticos como “los sirios son personas y como personas
debemos tratarlos”, o bien “dejemos
de actuar como si los sirios viniesen a robarnos el pan”. Es triste
escuchar estas palabras a quienes dejan el problema para que otros sean quienes
lo arreglen. Que metan a las familias sirias en casas, sí, pero que sea en
casas de otros. Sería mejor que alguien animase al voluntariado, a ceder
espacios donde poder acoger a estas familias, a prestarse para cocinar, enseñar
español, dar compañía o limpiar las instalaciones en las que se hospeden. Es
decir, acoger.
De momento, la única organización que ha
ofrecido sus locales y ha animado a sus seguidores a arrimar el hombro, ha sido
la Iglesia Católica. Sé que es una verdad dolorosa e incómoda, pero por
dolorosa e incómoda que sea, no deja de ser verdad. Por supuesto, ya han
saltado personas acusando a los que se dan golpes de pecho de no prestar su
colaboración de forma altruista o que, si lo hacen, es para sentirse mejor con
ellos mismos. Pero la única verdad es que, aun que fuese así, se prestan,
mientras que los demás opinan. La única verdad es que la opinión no alimenta, ni
abriga, ni acoge. Resulta que, al final, los que pretenden sentirse mejor con
ellos mismos y parecer los buenos de la película, los que se preocupan por los
refugiados, son precisamente los “opinadores”, que escriben mucho, pero que
hacen poco.
Ahora vemos cómo surge una sospecha
fundada de que existe el riesgo de que haya personas con dudosas intenciones
que se mezclan entre los refugiados aprovechando el caos que se ha generado. No
han tardado en surgir también los que opinan que son tonterías y acusan a
quienes tratan de lidiar con el problema de ser insolidarios y faltos de toda
sensibilidad. Desde la barrera se ven muy fáciles las cosas, así que tiramos de
teclado y de redes sociales para criticar y juzgar de nuevo. Pero yo me pregunto
si quienes opinan así estarían dispuestos a ceder su casa para acoger a una de
estas familias, sin preguntar quiénes son, sin saber nada de ellos, así, al
azar, quien toque.
Es un buen ejercicio personal para
descubrir nuestro grado de hipocresía (todos somos hipócritas, lo que varía es
el grado) preguntarnos a nosotros mismos en la intimidad de nuestras
conciencias: ¿estoy dispuesto a ceder mi casa incondicionalmente para ayudar a
una familia?, ¿me ofrezco como voluntario para compartir mi casa, mi mesa, mi
cuarto de baño y mi vida con estas personas a las que no conozco ni hablan mi
idioma? No estaría de más que nos hiciésemos estas preguntas para saber hasta
qué punto estamos infectados por una visión de juez implacable hacia los demás.
Si de verdad queremos acoger a las familias y dotarles de todos los derechos que
merecen por ser personas, hagamos algo nosotros, no dejemos que sean los demás
quienes lo hagan mientras, además, tienen que soportar nuestros comentarios
cuando no lo hacen bien. Es preferible hacer algo mal que no hacerlo, de la
misma forma que es preferible que quienes no mueven un dedo, callen en lugar de
opinar sobre los errores de quienes se movilizan contra la injusticia.
Yo me mojo y no tengo reparos en decir
abiertamente que no acogería a ninguna familia en mi casa así, sin más. Antes
de hacerlo necesitaría informarme, sopesar la idea bien, conocer a la familia y
estar convencido de que sus costumbres pueden ser tan distintas de las nuestras
que puedan generar problemas de convivencia. ¿Soy insolidario por ello? Yo creo
que no, más bien todo lo contrario. Lo que no permitiría nunca es tener que
acoger a una familia a la que tuviese que echar a la calle al cabo de dos meses
por no haber tenido la precaución de sopesar mi decisión. Por el contrario, a
lo que sí me ofrecería incondicionalmente es a ceder todo mi tiempo y mis
capacidades para cocinar, fregar, barrer, acompañar, dar clases de español,
pasear con los niños, etc. Y si, después de haber visto y conocido a esa gente,
quiero dar un paso más y llevarlos a mi casa, entonces lo haré con el
convencimiento de saber qué es lo que estoy haciendo. Son muchos los que gastan
su tiempo en escribir críticas ante el problema de los refugiados, pero pocos
los que se ofrecen para ceder su casa y, con ella, su vida. Pero sí que se
permiten juzgar lo mal que las instituciones actúan ante el problema.
Por eso no debemos sentirnos culpables si
no somos capaces de dar un paso para el que aún no estamos preparados, pero eso
no quita que debamos volcarnos totalmente para colaborar en la solución del
problema. Opino que, antes que actuar precipitadamente, es mejor ir poco a poco
descubriendo una cultura nueva, unas costumbres distintas y unas personas
alejadas por la barrera idiomática. Creo que los ayuntamientos, los gobiernos y
los ciudadanos deben coordinarse para atender a estas personas en espacios
públicos habilitados en los que tengan todas sus necesidades cubiertas, especialmente
las afectivas y psicológicas. Quien opine lo contrario o me tache de
insolidario por opinar así, supongo que estaría encantado de llevarse una
familia a su casa y atenderla personalmente. No dudo que surgirá quien
malinterprete (intencionadamente o no) mis palabras para hacer ver que quiero
meter a todos los refugiados en zulos como si fuesen animales. Contra esas
catetas opiniones, generalmente producidas por el analfabetismo que no deja ver
más allá de la nariz ni entender una frase en su contexto, estoy ya más que
vacunado. Por eso, los opinadores y los que se sienten aludidos por lo incómodo
de esta verdad pueden comenzar a sacar sus teclados y criticar mis palabras.
Estaré encantado de recibir, por primera vez, críticas de personas más
solidarias que yo y que estarán dispuestas a acoger a estas pobres familias que
sufren.
Se leen frases ridículas, tales como “la
gente es una insolidaria…”, “hay que tratar a los refugiados como humanos…” o
también “quienes dicen que entre los refugiados puede haber yihadistas son unos
xenófobos”, pero estos mismos letrados que escriben estas inútiles y falaces
frases no serían capaces de dedicar ni un minuto de sus vidas para barrer los
locales de acogida ni para servir un plato de comida a los pobres sirios que
huyen de su país. Piénselo y, después, sigan con sus juicios y críticas.
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