Había una vez un
rey sabio, rico y poderoso que tenía un gran palacio y un numeroso ejército que
velaba por su seguridad y la de todos sus súbditos, los cuales gozaban de plena
libertad y se ganaban la vida con el trabajo de sus manos.
Este rey tenía una
hija que, un buen día, le dio un maravilloso nieto. Como no tenía descendiente
varón, se alegró tanto por el nacimiento de un heredero de la corona que
redactó un edicto y mandó leerlo en público en todas las plazas de la ciudad
para hacer saber a todos la alegre noticia. El edicto decía así:
“Con motivo del nacimiento de un heredero de la corona
real, convoco a todos los vecinos de la ciudad para celebrar una gran fiesta a
la que están todos invitados. Es tanta mi alegría que quiero compartirla con
todos y cada uno de mis súbditos, para lo que les hago saber que celebraré un
magnífico banquete en la explanada de los jardines del Palacio Real el primer
domingo del próximo mes. Se hace saber a los asistentes que la asistencia es
totalmente gratuita y sin compromiso alguno por su parte, que podrán comer y
beber hasta hartarse y que, además, repartiré entre quienes compartan esta
alegría conmigo parte de mi fortuna. Por ello les hago saber que están todos
invitados y espero su asistencia”.
El edicto fue publicado
en todas las plazas y leído por todos los alguaciles, de modo que pronto corrió
la noticia como la pólvora incluso hasta a los pueblos vecinos. La gente no
podía creer lo que escuchaba, pues si no era común que un rey invitase a su
pueblo, menos aún lo era que compartiese con él sus riquezas.
Faltaba una semana
para la gran cita y por las calles de la ciudad se veía a gente corriendo de
arriba para abajo de tienda en tienda para comprar buenas y bonitas cestas,
lazos de colores, purpurina y finas telas. Todos en la ciudad estaban
pendientes de preparar un presente para no presentarse ante el rey con las
manos vacías. Como todos estaban en lo mismo, pronto procuraron hacerlo en secreto para intentar ser originales y generosos con su
rey, pensando que su regalo debería ser el mejor de todos. Así comenzó una
batalla por conseguir el mejor regalo y decorarlo con los motivos más
llamativos. Cada cual preparaba el suyo escondido en casa y procurando no ser
visto por los demás. Todos querían impresionar al rey con su regalo y conseguir
así los primeros puestos en el banquete, los más cercanos a la mesa real. Quizás
el rey gratificaría más abundantemente a quienes más se preocupasen por
ofrecerle el mejor detalle.
Junto a la Iglesia,
pidiendo limosna y viviendo de la indigencia, había una ancianita que no tenía
ni casa, ni ganados, ni tierras. Solo poseía la ropa que llevaba puesta y vivía
al día con lo poco que conseguía. Pensó por un momento no asistir al banquete
real puesto que veía cómo todos andaban preocupados por preparar el mejor
presente que pudiese impresionar al rey. Pero en un momento dado, se dijo a sí
misma que iría aunque sólo fuese a felicitar al monarca por la alegre noticia.
Si la echaban de allí por ir con las manos vacías, se iría y nada perdería.
Pero ella pensaba que su única propiedad era su propia vida y con ese bien
pensaba presentarse ante el rey.
Y así lo hizo.
Llegó el día del banquete y, entre músicas y algarabías, todos los vecinos de
la ciudad se ponían en camino hacia el palacio para la fiesta. Todos vestían
sus mejores galas, hechas para la ocasión: vestidos de terciopelo, bordados
dorados, pañuelos al cuello y sombreros de categoría. Y la pobre anciana se
puso en camino vestida con su vieja falda, una raída camisa negra y un gran
bolso que sólo contenía un mendrugo de pan duro.
Todos los
emperifollados invitados, cargando sus magníficos presentes, se encolerizaban
al verla ir hacia el palacio y le decían que más le valdría no acercarse a
menos de una legua porque, a buen seguro, el rey soltaría sus perros para darle
un escarmiento. ¡Cómo se puede presentar de esa guisa ante el rey! –se decían-.
La viejecita
escuchaba las críticas estoicamente, pero no hacía caso de ellas. Tenía claro
que se iba a presentar ante el rey sin nada, con las manos vacías. Lo que no
tenía muy claro es cómo reaccionaría, pero poco tenía que perder. Además, una
buena comida y la posibilidad de recibir parte de la riqueza del rey bien
merecían la pena el intento. Y así caminó hasta llegar a las puertas del
palacio.
Allí se agolpaban
todos los ciudadanos esperando cruzar la puerta de la muralla principal para
pasar a la explanada donde se celebraría el banquete. La larguísima cola de
ciudadanos avanzaba lentamente, pero uno a uno iban pasando. La ancianita cogió
su sitio y esperó su turno. Estaba perpleja al ver tanta ostentación: unos
portaban grandes bandejas con lechones asados rodeados de manzanas y decorados
con cintas de colores; otros llevaban grandes y adornadas cestas repletas de huevos,
leche y miel; otros cargaban con enormes ramos de flores para la reina; otros
grandes bolsos repletos de sonajeros, baberos y patucos para el pequeño
heredero. Todos cargaban cuanto podían llevar en sus manos y andaban torpemente
por el peso y el volumen de sus presentes, pero la anciana no llevaba nada,
absolutamente nada.
Y cuando casi llegó
a la puerta, vio cómo los porteros sostenían en sus manos una gran bandeja rebosante de monedas de oro que ofrecían a los que cruzaban la puerta. Todos
eran invitados a coger monedas, pero iban tan cargados con sus presentes que no
alcanzaban a coger más que una o dos. Mientras unos alcanzaban con la punta de
los dedos una moneda procurando no soltar su regalo, otros pedían al portero
que les metiera una moneda en la boca por no tener ni siquiera los dedos
libres. Y así fueron pasando.
Y llegó el turno de
la anciana, que se paró ante el portero esperando su reacción ante ella. Para
su sorpresa, el portero ni siquiera reparó en su aspecto. Y no sólo eso, sino
que le ofreció coger sus monedas de oro. Ella no podía creer lo que estaba
pasando, pues esperaba ser rechazada ahí, en la misma puerta. Pero el portero
la animó a tomar las monedas de la bandeja. Ella, tímidamente, tomó un par de
ellas, pero el portero le animó a coger más. Sin creerlo, ella se animó y tomó
otras tantas, pero el portero volvió a animarle con una mirada hacia la bandeja
a tomar todas cuantas pudiera. Ella tomó un puñado y se lo guardó en su gran
bolso vacío que nunca había contenido más que un mendrugo de pan. El portero
siguió animándola y ella, con premura, tomó cuantas pudo y llenó hasta arriba
su bolso. Tanto lo llenó que casi no podía cargarlo. El portero la animó después a entrar al recinto y ocupar uno de los puestos preparados para los comensales.
Buscó sitio entre
la multitud que se agolpaba junto a una larguísima mesa donde los guardianes
del palacio les indicaban que debían dejar sus presentes y se dirigieron todos
a comer.
El rey esperó a que
todos estuviesen sentados a la mesa y dio un discurso de bienvenida, animando a
todos a comer, beber y pasarlo bien. La fiesta estaba garantizada. Y comieron y
bebieron hasta saciarse, tanto los vecinos como la anciana. Y al terminar el
banquete, el rey despidió a todos dándoles las gracias por su asistencia.
Entonces la gente comenzó a murmurar:
-
¿Y el dinero? ¿No dijo el rey que
compartiría parte de su riqueza con nosotros?
Y el murmullo era
tal que el rey mandó callar a todos para averiguar qué es lo que pasaba.
Entonces, un portavoz de los ciudadanos alzó la voz y dijo así:
-
Su Majestad. Estamos algo
contrariados porque se nos dijo que el rey compartiría parte de sus riquezas
con todo sus súbditos, pero no hemos recibido nada.
-
¿Qué no habéis recibido nada?
–preguntó molesto el monarca mientras mandó llamar a los porteros para que le
explicasen qué había pasado-.
El rey conversó
unos minutos con los porteros mientras el pueblo esperaba impaciente por
escuchar qué ocurría. En un momento dado, el monarca se dirigió al pueblo y
dijo así:
-
Queridos súbditos. Me informan mis
servidores los porteros que, a la entrada del recinto, esperaban a todos los
ciudadanos con bandejas de plata repletas de monedas de oro y que ustedes tomaron cuantas pudieron. Sepan que los porteros ya han guardado las monedas sobrantes
y que en el edicto que mandé pregonar les informé de que la invitación era totalmente gratuita y
sin compromiso alguno por su parte. Sin embargo, ustedes se han preocupado
tanto porque sus presentes sean los mejores, los más adornados y los más
grandes, que olvidaron por completo mis palabras y se han presentado con las manos llenas. ¿No saben que el rey no necesita nada porque todo lo que quiere lo tiene? Entonces, si mis porteros han hecho bien su
trabajo y ustedes han tomado cuantas monedas han podido, ¿no he
cumplido acaso con mi promesa?
Y dicho esto,
volvió a despedir al desanimado público que se quedó absorto al comprobar cómo
ni siquiera se acercó a la mesa donde descansaban cientos de regalos bonitos y
bien adornados que, al final, no habían servido para nada.
Todos comprendieron
entonces que habían perdido el tiempo, que la invitación era sincera y que no
habían escuchado sus palabras, ni las escritas ni las pregonadas a voces por
las calles. Estaban todos tan absortos con los preparativos de ofrendas
grandiosas que presentar ante el rey que se olvidaron de la gratuidad de su invitación.
Y se fueron cabizbajos.
La ancianita, por
el contrario, salió contentísima de aquel lugar. Su bolso estaba repleto de
monedas y supo que el rey es justo y cumple sus promesas. Simplemente se fió de
su palabra… y acertó. Y comprendió que la justicia del rey está por encima de
lo que los súbditos puedan hacer por o para él. Comprendió que mira a todos sus
súbditos por igual sin importar lo que cada uno pueda ofrecerle.
Y así termina la
historia del rey, su pueblo y la anciana que se presentó con las manos vacías
para volver cargada de monedas de oro.
MORALEJA
Como casi todas las
historias, mi historia también tiene su moraleja. Pero antes de contártela te
diré que releas de nuevo la historia con una visión distinta. Imagina que el
rey es Dios; que los presentes son nuestras buenas obras; que los porteros son
ángeles del cielo; que las monedas de oro son la Gracia de Dios; que la gran
fiesta gratuita es el paraíso; que los súbditos del rey son los hijos de Dios y, por último, que la anciana eres tú.
Y es que la Gracia
de Dios no actúa movida por nuestras obras. Si fuese así, ya no sería Gracia
de Dios, sino premio o condecoración merecida por nuestra parte. La Gracia de
Dios se derrama sobre todos por igual sin importarle para nada nuestros méritos, aunque somos nosotros los que no
acabamos por fiarnos de su Palabra y comprender la gratuidad de la entrega
definitiva de Cristo para redimirnos del pecado. Si supiésemos qué significa la
palabra “redención” (volver a comprar), quizás entenderíamos mejor esta
entrega. Porque Jesús nos volvió a comprar para Dios con su sangre derramada,
gratuitamente y para siempre. Si no entendemos esto, no entenderemos que, por
Gracia de Dios, estamos salvados sin necesidad de apuntarnos tantos o colgarnos
entorchados.
Como la anciana,
podemos presentarnos ante Él con las manos vacías. El las llenará hasta que
rebosen de su Gracia. Porque él, como el rey de la historia, no mira nuestras
obras ni lo que hemos hecho de bueno o de malo, sino que nos mira como un padre
mira a un hijo.
Nuestras buenas
obras bien hechas están, pero no son requisito indispensable para conseguir por
nosotros mismos la salvación. Todo lo bueno que hagamos es bueno para sus ojos,
pero no pretendamos apuntar todas esas cosas en una lista. Te aseguro que no
existe persona en el mundo cuya lista de pecados no sepulte con creces la de
las buenas obras. Hay que hacer el bien por el bien, no por sumar líneas en la
lista de obras buenas.
Lo más preciado de
nosotros mismos es nuestra persona, imagen de Dios y creación suya. Es nuestra
persona lo que debemos llevar ante el Señor el día del banquete, sin más cargas y con la confianza de sentirnos salvados por su Hijo.
Ya Cristo se ocupó de descargar nuestra pesada mochila repleta de pecados. Y
somos nosotros quienes, libremente, elegimos recibir o no lo que gratis nos da.
Si nos afincamos en el pecado y pretendemos vivir instalados en él, pocas serán
las monedas que podamos tomar. Si, por el contrario, nos fiamos de Dios hasta
el punto de poder presentarnos ante Él con las manos vacías con la confianza de
sabernos salvados de antemano por iniciativa suya en Jesucristo, entonces has
entendido lo que es la Gracia de Dios y nuestras manos no darán abasto para
cargar monedas.
Así es Dios, simple
dentro de su complejidad. ¿Vaciamos las manos?
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