Como verás, el
título habla de algo fundamental como es la Adoración Eucarística y la oración,
pero señala también ciertos “peligros” que se ponen entre comillas porque, en
realidad, no existe ningún peligro real en la Adoración. Ten paciencia porque
veremos en un momento el por qué de esos “peligros” que, sin ser tales, sí
existen.
Para empezar no puedo
más que reconocer que en la Adoración Eucarística todo es bueno, sin
excepciones. Es tan buena que es fundamental para la vida del hombre. No puede
ni debe concebirse una vida de espaldas a Dios y es imprescindible reconocerle,
adorarle, darle gracias y sentirnos parte de su proyecto de creación. La
adoración es, por tanto, un necesario reconocimiento de la grandeza y la gloria
de Dios, así como también reconocernos nosotros como criaturas suyas y alabarlo
como merece.
En determinadas
ciudades de España, afortunadamente cada vez más, se lleva a cabo la Adoración Eucarística
Perpetua, es decir, la exposición del Santísimo Sacramento durante las 24 horas
del día, 365 días del año. Es una forma ininterrumpida de abrir las capillas de
adoración a los ciudadanos, sin distinción alguna y sin límites de tiempo.
Existen muchas más
capillas abiertas a la Adoración Eucarística en otros horarios: las hay de
mañana, de tarde o incluso adoración nocturna. Es decir, que cada vez más, son
mayores las oportunidades que tenemos de estar un ratito ante el Señor, cara a
cara. La oferta es amplia si tenemos en cuenta también que los sagrarios de los
templos son también accesibles para cuantos quieren acercarse y orar ante el
Señor.
Pero, sin lugar a
dudas, las capillas de Adoración Perpetua son obra de la gracia de Dios, ya que se
mantienen abiertas gracias al sacrificio de muchas personas que se han
comprometido a asumir un turno de adoración. Especial sacrificio es el de las
personas que asumen horas de madrugada. Nunca están las capillas vacías y siempre hay como mínimo una persona. Y no solo eso, sino que se está
apreciando, allí donde existe la Adoración Eucarística Perpetua, un aumento de
vocaciones, de gracias concedidas, de personas que han experimentado un cambio
en su vida, incluso de conversión. Algo está pasando allí donde el Señor está
expuesto. Pero esto sólo lo saben quienes acuden a su llamada.
Los que asistimos a
la Adoración con regularidad podemos hablar de los beneficios de la oración
ante el Santísimo. Jamás encontrarás a alguien que asista con asiduidad a la
Adoración Eucarística y te diga que se encuentra peor que al principio, ni
siquiera igual. Es una pena que haya tanta gente por las calles que, sin
saberlo, tienen junto a su casa o en su barrio una capilla abierta donde poder
encontrarse con el único que es camino, verdad y vida, con el único que tiene
las respuestas a todas sus preguntas, con el único que puede hacer que una vida
caótica y triste pueda llegar a convertirse en una vida ordenada y llena de
felicidad, pero no de una felicidad temporal o pasajera como la que nos dan
ciertos placeres del mundo, que hoy nos hacen felices y mañana olvidamos,
sino una felicidad sin límites, como jamás habría nadie podido imaginar.
Las capillas de Adoración
están repletas de personas normales y corrientes, con problemas normales, con
situaciones difíciles como cualquier otro, pero con una diferencia: ellos han comprendido que los problemas y las cargas
no son lo mismo si se ponen a los pies de Cristo. Ellos han experimentado que
la vida no tiene el mismo sentido si se deja a Cristo formar parte de ella. No
son superhéroes, ni siquiera personas más fuertes que el resto, sino que han
elegido el mejor de los consuelos, la mejor de las ayudas. Saben que cuentan
con el mejor consejero y que tienen una mano amiga siempre dispuesta a ayudar
en la difícil tarea de soportar las cargas cotidianas que todos llevamos a
cuestas. Y lo mejor de todo, a cualquier hora del día o de la noche y de forma
totalmente gratuita.
Es una pena que
muchas personas no quieran participar de ello, ni siquiera probar su eficacia
por el simple hecho de considerar que son cosas de la Iglesia o de unos pocos
beatos que han perdido el juicio o que no tiene sentido desde el punto de vista
racionalista. Al final del todo, lo único racional, la única razón, es que
ellos se están perdiendo una fuente inagotable de gracia y un descanso en el
Espíritu. Mientras siguen con sus vidas, creyendo que son dueños de ellas,
viviendo y pensando sólo para ellos, siguen perdiéndose la mejor parte de la
vida: la oración y la alabanza.
Los
índices de visitas a consultas psicológicas siguen disparados, las visitas al
tarotista o videntes sigue subiendo, las llamadas telefónicas a precios
desorbitados a pitonisos de televisión que se ganan la vida a base de los
problemas ajenos, están cada vez más en boga y el número de personas
supersticiosas o que creen en fetichismos, energías y fuerzas ocultas de la
naturaleza siguen aumentando. Es fácil encontrar cada vez más gente que cree
que puede llegar a tener una sintonía con la naturaleza prescindiendo de quien la creó. Es fácil encontrar personas que, en grupo o
aislados, pretenden vivir una vida apartada de Dios mientras buscan respuestas
a temas trascendentales de la vida en aspectos equivocados, tales como el yoga,
el reiki, la meditación y los ritos naturistas o las experiencias sensoriales,
chakras y demás. Mientras siguen encontrando una paz temporal, se olvidan de
que la paz verdadera tiene una definición inabarcable para nosotros porque la
única armonía posible del hombre es la armonía con su Creador.
Por tanto, la
meditación ante el Santísimo Sacramento es superior, por mucho, al conjunto de
todas las meditaciones posibles existentes en el mundo. El descanso ante Él es
superior a todos los descansos que puedan conseguirse en el mundo. Y la
conexión, el reencuentro y la armonía del hombre con Dios supera a todos los
chakras, mantras y ritos existentes, incluyendo los pasados y los futuros que
están por inventarse aún. Y el motivo es evidente y claro, y es que, mientras
la Adoración es algo natural e intrínseco en el hombre y que llega a alcanzar
su plenitud y conseguir la felicidad en plenitud, el resto de aspectos que
buscan la felicidad se pasan la vida en búsqueda, sin llegar a encontrar más
que una felicidad aparente y temporal que se diluye con el tiempo y que cae
como un castillo de naipes ante la primera sacudida que produce una experiencia
de dolor en la vida.
Nosotros no
queremos una felicidad temporal, ni tampoco una felicidad débil que enmascare
nuestros problemas, que los oculte. Al contrario, vivimos con nuestros
problemas, siendo conscientes de que los tenemos y que debemos sobrellevarlos
con la ayuda de Dios. No vivimos engañados ni pretendemos ocultar lo negativo
de la vida ni sus cargas. Sólo desde la aceptación de uno mismo, con sus
circunstancias y problemática de vida, puede uno llegar a conseguir esa
felicidad que permanecerá para siempre. Y sólo caminando con nuestro problema a
cuestas podremos aceptarnos tal y como somos. El resto de opciones nos ocultan
el problema, lo enmascaran, pero un buen día, pasado el tiempo, nos damos cuenta de que
nuestro problema sigue ahí y que incluso ha crecido con el tiempo. Es por ello
que el tiempo pone a cada uno en su lugar, y mientras ese humilde artesano de
Nazaret ha pasado por el mundo casi sin hacer ruido, pero tronando al mismo
tiempo dentro del corazón del hombre, ha ido enterrando todos y cada uno de los
nuevos inventos que durante siglos han ido apareciendo para engañar al hombre y
apartarle de Él.
Al final todo pasa: tronos, dominaciones y potestades. Pero el
humilde artesano de Nazaret no sólo sigue presente siglo tras siglo, sino que
se hace más patente cada día. Él no precisa de grandes y multitudinarios
acontecimientos, sino que prefiere actuar directamente en los corazones de
quienes quieren acercarse a Él. Él no te cobra sus servicios, sino que te los ofrece en total gratuidad, no pone una línea telefónica que cuesta 2 euros/minuto, ni cobra consultas, clases o demás. Sus métodos son distintos de los nuestros, sus
caminos rectos aún llenos de curvas, sus Palabras dan la vida y su sola
presencia en el Santísimo Sacramento del Altar es atronadora, directa,
impactante y cautivadora. No existe ni existirá felicidad fuera de Él, por ello
nosotros debemos insistir con nuestra oración para que sean cada vez más las
personas que terminen por descubrirle.
La fe, en
definitiva, es un don. Esto quiere decir que, como cualquier otro don, no lo
tienen todos, sino que se reparte según los designios misteriosos e inexcrutables de Dios.
No podemos averiguar sus métodos ni sus formas. Unos tienen el don de la
pintura, otros música, otros el de la escultura. Y así podríamos enumerar un
sinfín de dones que el Señor reparte sin nosotros ser conscientes de ello,
tales como la escritura, la ejecución de algún tipo de deporte, la paciencia,
el liderazgo, el arte, etc. Podría decirse que los dones aparecen
instintivamente con el trascurrir de los años y uno mismo termina por
descubrir (aunque no siempre) cual es el suyo. Sólo quien pasa por la vida sin terminar por descubrir cuál es su don puede llegar a sentirse insatisfecho, puede pensar que a su vida le falta algo. Es importante, por ello, discernir e investigar qué don destaca en nosotros, y ponerlo al servicio de Dios después. No hay nada más gratificante que descubrir que tienes un don extraordinario y lo pones al servicio de los demás para ayudarles, hacerles felices o simplemente acompañarles y divertirles. Pero ojo, porque son muchas las personas que usan sus dones únicamente para fines propios, vendiendo los trabajos que sus dones les permiten hacer y usándolos de forma egoísta. Lo que gratis recibió, caro lo vende para el lucro propio.
Un buen pintor descubre su don
el día que se pone con un pincel en la mano y concluye que lo que hace tiene
sentido, orden y una corrección fuera de lo común. Pero cuando era niño nada
podía intuir de ese don que ya tenía desde el alumbramiento. Lo mismo ocurre
con ese tenor de ópera que tiene un chorro de voz admirable y que desconocía en
aquellos años en los que aprendía a leer y escribir.
Pues bien. Exactamente lo mismo ocurre con
el don de la fe. Sin embargo, mientras nadie duda de que el pintor, el cantante,
el músico, el escritor o el escultor tienen un don admirable, sí ocurre eso
mismo con el don de la fe. ¿Cómo se puede dudar de un don mientras se reconoce
el resto? Nadie puede decir que Miguel Ángel tenía un don, sin embargo son
muchos los que piensan que Santa Teresa alucinaba. A nadie se le ocurre decir
que Michael Jackson era un cantante o bailarín cualquiera, pero son muchos los
que opinan que el Padre Pío era una víctima de su propia mentalidad mística y
que se dejaba llevar por ella. Esto tiene una explicación lógica, claro está. Y es que, mientras Michael Jackson no interpela a nuestro "yo" interior ni lo cuestiona, Dios sí lo hace. Dios nos hace reflexionar sobre lo trascendente, sobre un ideal de vida distinto al que ofrece el mundo. Precisamente de eso es de lo que huye la gente, de las cosas trascendentales. Todo lo que les haga reflexionar sobre el más allá y sobre las cuestiones más trascendentales de la vida, les repele. Y les repele porque prefieren la comodidad que ofrece el mundo antes que la vida sacrificada de quien se compromete con Cristo. Es más fácil hacer oídos sordos que seguirle, pero es miles de millones de veces más gratificante seguirle que cualquier otra cosa que el mundo pueda ofrecer. Al final se trata de una elección: elegir la comodidad y los placeres del mundo o la providencia siempre "insegura e incierta" de Dios. Lógicamente el mundo parece tenerlo claro, porque no tiene fe.
Si alguien le
hubiese dicho a Pavarotti que no sabe cantar, él podría haberse sentido
molesto, pero bastaría con que contestase dando un “Do de pecho” y pedir al
acusador que repita lo mismo, dejándole en ridículo. Es decir, que mientras unos dones pueden
demostrarse empíricamente (esto es, de forma experimental), otros no. Es por
ello que la fe no es algo que entre en la cabeza de muchos, ya que no puede
medirse ni comprobarse por método empírico alguno. Y tal es la ceguera de
muchos que ni siquiera los milagros de Santa Teresa o del Padre Pío les hacen
cambiar de opinión. Por lo tanto, no te esfuerces en demostrar tu fe a nadie,
porque no podrás. Tampoco trates de convencer a nadie de que tienes fe, porque
no podrá entenderte si no está en la misma onda que tú. Es algo que sólo tú
sabes que tienes y con lo que tendrás que vivir. Pide por quienes no tienen fe
para que el Señor se la dé o se la aumente, pero no te engrías con aquellos que
te digan que eres víctima de la autosugestión o de un pensamiento irracional.
Nada más racional que la fe, por mucho que muchos se empeñen en desmentir.
Y en las visitas al
Santísimo, nuestra fe empieza a dar frutos en nosotros. Es delante del Señor y
de su magnífica presencia donde nuestro “yo” interior aflora y se reconoce
criatura. Por ello, es ante el Santísimo donde, con frecuencia, experimentamos
que nuestra oración y nuestro descanso es mayor y mejor.
Sin embargo, y
ahora voy a hablar de los “peligros” de la Adoración, no debemos caer en la
trampa de pensar que Dios está sólo presente en las capillas de adoración. Los
que visitamos con frecuencia el Santísimo corremos el “peligro” de sentirnos
tan bien ante él que las horas se nos hagan minutos. Y, si bien esto no es un
peligro como tal (como decía al principio), sí puede ocurrir que nos
acostumbremos a establecer un contacto con el Señor sólo en la capilla, y no en
nuestro día a día. Es tanto el fervor que se vive en la Adoración Perpetua que
podemos pasar horas allí, pero cuando salimos a la calle, puede parecer que nos
falta algo. He hablado con muchas personas que han llegado a decirme que ya no
pueden orar fuera de la capilla de la Adoración, así que van a ella a menudo
para poder orar. Y cuando uno prueba lo mejor del mundo, difícilmente puede
llenarse con nada más. Por eso, al sentarnos ante el Sagrario de una Iglesia
cualquiera, podemos llegar a sentir que no estamos igual de recogidos que en
nuestra capilla habitual. Existen personas que han dejado de rezar el rosario
en su parroquia o mientras pasean, y van a hacerlo a la capilla de Adoración
Perpetua. Y es ahí donde podemos cometer el error de pensar que sólo en la
capilla está el Señor, o que sólo en ella podemos llegar a tener un encuentro
con Él en plenitud.
No podemos dejarnos
llevar por el “efecto ambiente”, que no es otra cosa que acostumbrarnos a un
sitio y una hora concreta para poder llegar a hacer una oración efectiva y que
nos haga vibrar. Cierto es que debemos visitar el Santísimo, pero más cierto
aún es que en la calle, en casa, de paseo o cuando estamos de viaje, no podemos
dejar de buscar el sentir esa presencia de Dios. Porque Dios está con nosotros,
independientemente de dónde nos encontremos. Hay que cuidar esto para no
dejarnos influenciar por ese “efecto ambiente”, ya que podríamos caer en la
cuenta de que nos hemos acostumbrado a orar, cuando lo que debemos sentir en
nuestro interior no es una costumbre, sino una necesidad.
Notamos que las
pilas se cargan cuando estamos ante el Señor. Es más, yo mismo he comprobado en
mí que cuando falto a la adoración o a la Eucaristía por cierto tiempo, las
cosas no me van igual de bien. Siento que me falta algo, algo más importante
que el sueño o el hambre. Y si me falta es porque es para mí una necesidad,
como lo son las necesidades básicas de dormir y comer. La necesidad de Dios
es inherente al don de la fe.
Y si bien la fe no puede medirse, sí que te
propongo una escala de medición alternativa para que controles tu fe y en qué
estado se encuentra en cada momento. La regla es sencilla: ¿Sientes necesidad
de Dios a todas horas y piensas constantemente en Él? Entonces tienes mucha fe.
¿Sientes que necesitas a Dios pero crees que tienes tantas cosas que hacer que
la oración puede esperar? Entonces tienes fe, pero puede mejorar. ¿Sientes que
debes ir a misa y orar pero no encuentras el momento, o cuando lo encuentras no
te apetece, o lo haces porque sientes que es una obligación tuya como
cristiano? Entonces tienes fe, pero poca. Debes pedir al Señor que te la
aumente y mejorar tu oración.
Como ves, la fe sí
que se puede medir, lo que ocurre es que yo sólo puedo medir la mía, no la de
los demás. Es un trabajo personal y un reto el lograr un nivel de fe elevado.
Sabemos que la fe no depende de nosotros, sino que es una gracia, pero sabemos
también que el Señor puede aumentarnos la fe, y que nosotros se lo podemos
pedir en nuestra oración.
LA ORACIÓN. MÉTODO DE ORACIÓN.
Para orar, un buen método, si no el mejor, es la
visita al Santísimo, lo cual nos exigirá un compromiso. Por ello te recomiendo
que empieces tú mismo marcando una cita con el Señor en tu agenda. Si no eres
de muchas visitas al Santísimo, puedes comenzar con quince minutos al día, por
ejemplo, aunque puedes marcarte tú mismo las pautas. Según vaya pasando el
tiempo, ve aumentando el tiempo de cada visita. Procura no faltar. Recuerda
que, igual que un trabajador que se levanta a diario a las 7:00 de la mañana
durante años, llega un día en que no es necesario el despertador, sino que se despierta instintivamente, sin darse cuenta, antes de que suene. Pues lo
mismo ocurre con la oración: cuanto más oras, más quieres orar. Cuanto menos
oras, más árida y seca es tu oración y menos te apetecerá repetirla. No existen
métodos prácticos para crear ganas de orar. Existen métodos de oración, pero no
métodos para que la oración sea una necesidad para ti. La oración será
necesidad para ti en la medida en que cuides la asiduidad, la paciencia y la
constancia en tu oración.
Y para que te vayas
entrenando, te dejo un método sencillo, pero muy práctico para que tu oración
ante el Señor vaya siendo cada vez más fructífera, porque es muy común que
(sobre todo en los inicios) se nos vaya el tiempo pensando en un sinfín de
cosas que nada tienen que ver con Dios, o que no seamos capaces de conectar con
Él porque no somos capaces de apagar el ruido interior de nuestra mente.
El método tiene
cuatro tiempos: Gracias, perdón, petición y alabanza.
No obstante, habría
un primer momento al que llamaré “tiempo 0”, que no es más que un momento de
acomodarnos, saludar al Señor, sentir que estamos en su presencia y prepararnos
para el encuentro con Él.
Tiempo 0. Como he dicho ya, sería un “romper el hielo” con el Señor. Es decir,
llegar, dejar nuestras cosas a un lado, tanto las materiales que llevemos
encima como las interiores que llevamos dentro de nuestra mente. Es un “ser
consciente” de dónde estamos y para qué hemos venido. Consiste en ponernos de
rodillas un momento, hacer la señal de la cruz, decirle unas palabras a modo de
saludo y prepararnos para comenzar nuestra oración.
Después de esto, conviene
sentarse y mirarle. En este momento comienza nuestra oración. Es importante hacer un
ejercicio de dos o tres minutos en los que nos sintamos conscientes de nosotros
mismos, de relajarnos, de vaciar nuestra mente y de intentar dejar todo
pensamiento fuera de nuestra cabeza. Hay quien cierra un momento los ojos y
vacía la mente. Es necesario buscar una postura cómoda que nos sirva para todo
el momento en cuatro actos de la oración, sin tener que movernos, por lo que se
recomienda no cruzar las piernas ni los brazos, sino sentarse como en una
silla, con la espalda recta y las palmas de las manos hacia arriba sobre las
piernas. Una vez hayamos sido capaces de vaciar la mente, comenzamos. Pero
cuidado, porque si llegan a tu mente recuerdos, pensamientos o preocupaciones
exteriores, no estarás dispuesto para la oración. Por ello te aconsejo un truco
que a mí me resulta: mira el reloj y, sin dejar de mirarlo, sigue la aguja del
segundero (o los números si es digital) desde el 0 hasta el 60 sin pensar en
nada más que en la aguja. Si lo consigues, puedes pasar a orar, si te aparecen
pensamientos de cualquier otra cosa, vuelve a intentarlo. O bien, si lo
prefieres, con los ojos cerrados, calcula un minuto y trata de no pensar en
nada. Aunque no lo creas, no es tan fácil. Sólo si eres capaz de estar un
minuto entero (más o menos, no es una regla) sin pensar en absolutamente nada,
podrás avanzar. Ya ves que un minuto no es mucho, pero te darás cuenta de lo
eterno que se hace si uno trata de no pensar en nada. Y cuando lo consigas,
prosigue con los cuatro siguientes pasos:
Tiempo 1. Gracias:
Es una acción de gracias a Dios por todo cuanto tienes o vives. Dar gracias a
Dios siempre es bueno, porque de Él procede todo y a Él le debemos dar gracias
por todas las cosas buenas que tenemos en la vida: familia, hijos, trabajo,
educación, felicidad, fe, salud, etc. Ve dando un repaso a tu vida, ejercita tu
mente en buscar todo lo bueno que tienes, desde tu infancia hasta hoy, y
agradece al Señor. A mí me ayuda comparar la vida que tengo actualmente con la
que habría tenido si hubiera nacido en otra familia y en otro país, como por
ejemplo Somalia. Entonces me vienen a la mente tantos niños que no tienen tanta
suerte y que no cuentan con cosas tan básicas que nosotros hemos pasado a
olvidar y que las sentimos como derechos que tenemos sin más, tales como
educación, sanidad, libertad, comida, etc.
Tiempo 2. Perdón:
Una vez damos gracias a Dios por todo lo bueno de nuestras vidas, pedimos
perdón al Señor por todo aquello en lo que hemos fallado. No sólo por las cosas
de ahora, sino que podemos echar la vista atrás y hacer un nuevo ejercicio
siendo críticos con nosotros mismos. Teniendo en cuenta que nadie nos escucha,
sino que sólo nos escucha Dios, tenemos plena libertad para no ocultarnos nada
a nosotros mismos. Sería absurdo pasar por alto deliberadamente algún defecto
propio, ya que no estamos engañando a nadie, sino que sólo nos engañamos a
nosotros mismos. Vemos esos aspectos menos agradables de nuestra vida por los
que tenemos que pedir perdón. A mí me ayuda mucho en esta fase pensar qué
habría hecho Jesús en cada aspecto de mi vida para saber si yo he actuado como
lo habría hecho Él. Conviene para ello pensar en la lectura evangélica del día, por ejemplo, y pensar
qué habríamos hecho nosotros ante las mismas circunstancias a las que Él se enfrentó,
o pensar si a Jesús le gustarían mis contestaciones, mi humor, mis modos de
hacer las cosas o mis sentimientos más íntimos.
Tiempo 3. Petición: Se deja este momento en tercer lugar. Es bueno hacerlo así, porque
ante el Señor lo primero de todo sería dar gracias y pedir perdón. Hay personas
que sólo se acercan a pedir y pedir cosas y gracias. Piden por un hijo, por un
familiar, por el trabajo o por uno mismo, pero se olvidan de una relación
personal directa y sincera de gratitud y perdón. No se puede “utilizar” a Dios
a nuestro antojo, sino que debemos ser coherentes con nuestra oración. Igual
que uno no va al grano cuando necesita algo de alguien, sino que va preparando
poco a poco su petición para no parecer un aprovechado, con Jesús deberíamos
hacer lo mismo. Es bueno que entendamos que Jesús no sólo está para pedirle
cosas, aunque Él nos dijo: “Pedid y se os
dará”. Es más bien un gesto por nuestra parte no acercarnos con la mano
abierta para pedir sin antes haberle saludado, haberle dado gracias y haberle
pedido perdón, igual que lo haríamos con alguien a quien le pedimos dinero
después de no tener relación con él después de mucho tiempo. ¿Te imaginas no
tener relación con un amigo durante un año y, de repente, llamarle para pedirle
dinero? ¿Qué crees que pensaría de nosotros? Pues estate tranquilo, porque
Jesús no piensa como ese amigo, así que no tienes que preocuparte por ello. Se
trata más bien de una opción personal de coherencia que de un sentimiento de
que desagradamos a Dios, pero creo que es bueno empezar nuestra relación con Él
desde la gratitud y el perdón antes que entrar de lleno en lo que queremos de
Él.
Entonces, una vez nos hemos adentrado en la oración, después de habernos
centrado, vaciado nuestra mente, haberle dado gracias y pedido perdón, podemos
entrar de lleno a pedirle cuantas cosas necesitamos. Conviene, a mi juicio,
pedirle cosas concretas, pero sin olvidarnos de hacerle saber que queremos que
se cumplan en nosotros siempre que sean para nuestro bien espiritual. Es lógico
pensar que Jesús no está para concedernos que nos toque la lotería o que gane
nuestro equipo, sino para otras cosas más trascendentales para nuestra persona.
Siempre pienso que, si en un partido de tenis, ambos jugadores se encomiendan a
Dios para ganar, ¿a quién de los dos hará caso? Lo primero de todo es discernir
si lo que queremos pedirle tiene una justificación que sustente la petición por
sí misma. No debemos dejar de recordar que, a veces, Dios nos concede las cosas
de un modo extraño, es decir, que no lo hace por los medios y caminos que
nosotros le proponemos, sino por otros muy distintos. Es por ello que muchas
personas se pueden llegar incluso a enfadar con Él por no concederle lo que
piden, sin darse cuenta de que lo que pedían no era beneficioso para ellos.
Generalmente solemos darnos cuenta de estas cosas cuando miramos atrás desde la
lejanía del tiempo. Es entonces cuando terminamos por comprender que se nos
concedió aquello que pedíamos, aunque no como nosotros lo pedimos.
También es
necesario saber que, cuando pedimos algo, solemos querer que se cumpla rápido y
por los caminos que proponemos, por lo que es bueno que dejemos de decirle al
Señor qué hacer y cómo hacerlo. Él no está para eso, no es nuestro fetiche ni
nuestra bola de cristal. Lo importante es no dejar de pedir aquello que
necesitamos, pero discernir antes si nos conviene pedirlo. Y, como a veces
nosotros no sabemos si nos conviene lo que pedimos, yo suelo terminar las
peticiones con la frase “…si es que crees
que me conviene”, o bien “…si es tu
voluntad”. Es decir, proponer al Señor mi necesidad, pero dejarle claro que
antes que mi necesidad está su voluntad.
Por supuesto, cuando sentimos que el
Señor nos escucha y que nos concede lo que le pedimos, debemos volver a Él para
hacerle saber que somos como aquél leproso que se dio la vuelta para agradecer
a Jesús la curación, mientras los otros nueve siguieron su camino. Es decir,
volver al tiempo 1: la gratitud. Y en este caso, no aproveches la oración para
otra cosa que no sea darle gracias por el bien recibido. No te importe saltarte
este método y, simplemente, darle gracias una y otra vez por ello.
Y como
sabemos que la Iglesia no es un “yo”, sino que es un “nosotros”, y que por lo tanto a Jesús le
agrada sobremanera que te preocupes por el prójimo, también puedes aprovechar
este momento para pedir aquella gracia para aquella persona que sientes que
necesita de la ayuda de Dios, bien sea por enfermedad, por soledad, por un
problema personal o una situación difícil. A Jesús, el Rey de la Misericordia,
le encanta que te preocupes por tus hermanos en la fe, especialmente de
aquellos que no te caen especialmente bien, o incluso mal. ¿Has pedido alguna
vez por alguien a quien no soportas? ¿Has pedido a Dios que ilumine a ese
político contrario a tu ideología? Pues de eso trata la oración, de eso habla
la Iglesia y eso quiere Jesús, el cual es un buen ejemplo para llegar a
comprender esto, especialmente si interiorizas aquella frase que dice: “Padre, perdónales porque no saben lo que
hacen”. ¿Quién de nosotros pediría al Señor algo así para quienes nos están
haciendo daño? Esa es la dificultad del cristianismo, pero pídele al Señor que
te ayude a comprenderlo y lo hará. Procura no pensar sólo en ti a la hora de
pedir. Acuérdate de los que sufren persecución, violencia, maltrato o falta de
libertad, así como de aquellos que pasan hambre, frío o que sufren pobreza,
marginación o enfermedad. Pide por la paz del mundo, y pide también por ti, pero sin
olvidarte de los demás.
Tiempo 4. Alabanza:
Y por fin llega el momento final de la oración. Si te fijas, el momento al que
he dedicado más letras es el de la petición. Tiene su justificación porque me
parece fundamental que comprendamos que Dios es padre nuestro y no padre mío. Y
también porque nos solemos acercar a Dios más para pedir que para otras cosas,
por lo que he pretendido dejar claro que no debe ser así, así como no debemos
centrarnos en una oración egoísta que solo pida cosas para nosotros.
Pues bien,
en el tiempo de alabanza tenemos la oportunidad para realizar el acto que
debíamos estar haciendo cada día y a cada hora, con nuestros gestos, con
nuestra boca, con nuestra alma: alabar a Dios. Pero no de cualquier forma, sino
sobre todas las cosas, haciéndole saber que le reconocemos como sumo creador,
superior en todo a todo y a todos, incluso a los siglos y a los astros del
cielo.
Podemos aquí derrochar un sinfín de palabras de alabanza: A ti la
gloria, a ti la alabanza, a ti el poder. Gloria a ti, Señor. A ti la gloria, la
alabanza y el poder. Bendito seas, Señor. Bendito y alabado seas, Señor.
Bendito y alabado y glorificado seas, Señor. Y así un largo etcétera de
bendiciones, alabanzas y aleluyas que se te ocurran. Hazlo con la majestad que
merece, como se lo dirías a un rey de reyes que tuviera un poder absoluto sobre
ti. Hazlo desde dentro, desde el corazón. Siente mientras lo haces cómo es la
creación, el mundo, los mares y peces, las montañas y valles, el hombre, la
luna y las estrellas, el cielo y los astros, el universo entero. Piensa en la
magnitud insondable de nuestra inteligencia y del sistema y universo al cual
pertenecemos y alaba al Señor con todas tus fuerzas, con todo el corazón, con
toda el alma. Por mucho que lo hagas, no llegarás nunca a alabar y adorar al
Señor como merece, pero eso debe darte igual. Lo importante es que lo hagas sin
pensar en nada más que en Él y su infinitud. Se me ocurre que el cántico de
Daniel (Dn 3, 56-88) o el cántico de las criaturas de San Francisco pueden ser
muy útiles para la alabanza al principio. Y cuando sientas que has alabado al
Señor como merece, puedes volver a recogerte, hacer un pequeño ejercicio de
condensación de todo lo que acabas de vivir y despedirte de Él hasta la próxima
cita.
Recuerda que las citas,
para que te vayas metiendo en materia y acostumbrándote a ello, debes ponerlas con una regularidad que tú mismo marques. Es importante que lo hagas a diario,
pues a diario comes, a diario duermes y a diario ves televisión o te relacionas
con la gente. No te importe empezar por 15 minutos si no dispones de una hora,
pero cumple con esos 15 minutos. No lo dejes, porque en la constancia está el
éxito. Ve aumentando los minutos a medida que vayas sintiendo que lo necesitas,
pero si no has hecho nunca una oración de una hora, no te metas de lleno a
tratar de hacerla, pues en ese caso ya te advierto que el éxito no está
garantizado. Déjale a Él actuar en ti. Tú sólo disponte a orar y cumple con tu
compromiso, que lo demás se te dará por añadidura.
Este es un método
de oración, pero puede haber otros muchos. Incluso puede que tú tengas el tuyo
propio. Si lo deseas, puedes decírmelo y te haré saber algún método más que uso
para que las oraciones de una hora o más tiempo no sean un simple pasar minutos
en los que nos sintamos aburridos o sin saber qué hacer o decir. En cualquier
caso, el simple hecho de estar delante del Señor, aún sin decir nada, es otra
forma de orar. Es lo que se llama “la oración del carbonero”. Ya explicaré otro
día qué es eso. Y también publicaré otros métodos que quizás puedan serviros de
ayuda.
Que disfrutes de tu
oración en plenitud. Ojalá me puedas un día dejar un comentario con tus
experiencias de oración ante el Santísimo.