Con el sabor
agridulce que nos producía la impaciencia por las visitas programadas para este
día, a la vez que el saber que era la última jornada que pasaríamos en Tierra
Santa, nos levantamos y, tras el desayuno, subimos al autobús para comenzar
el que, posiblemente, era el día más esperado. Y no era para menos, porque el
día prometía, ya que visitaríamos lugares tan privilegiados como el Monte de los Olivos, Getsemaní, la Vía Dolorosa, el Calvario y el
Santo Sepulcro. Vamos, todo un recorrido por los evangelios y un viaje
espiritual como nunca antes habíamos hecho. Y así nos lo tomamos, como una
peregrinación al corazón mismo de la Historia de la Salvación y al centro de
nuestro corazón. Por eso, el postre de nuestra visita a Tierra Santa no podría ser
mejor.
En primer
lugar, nos dirigimos a la Basílica de la Natividad, custodiada por cristianos
ortodoxos, donde pudimos contemplar ese lugar privilegiado del planeta Tierra
que vio nacer nada menos que al Hijo de su propio creador. Ese punto concreto
de la faz de la Tierra en que la historia se partió de medio a medio y para
siempre, dando sentido a la humanidad. Señalado con una sencilla estrella de
plata, pudimos contemplar todos un espacio que es necesario imaginar, pues para
nada se parece a la gruta original en la que la Madre de Dios trajo al mundo al
Mesías, al Señor. Queda reservado solo a los ojos de la fe la contemplación de
este misterio en este preciso lugar, para lo cual es necesario cerrar los ojos
de la cara y mirar hacia dentro, hacia lo profundo de nosotros mismos, pues
únicamente desde ahí es posible hacerse una idea de lo que supuso el
acontecimiento más grande jamás acaecido en la historia. La cola era larga,
pero merecía la pena esperar, pues durante la espera uno podía hacerse a la
idea de lo que estaba a punto de contemplar y de la importancia del sitio en que
estábamos, y también porque todos y cada uno de los peregrinos que van a Tierra
Santa no pueden irse sin haber puesto su mano en ese lugar tan señalado para
recordar para siempre que estuvieron en ese sitio tan especial del que nos
hablan los evangelistas Mateo y Lucas y del que tan orgullosos se sienten en
ese pueblecito palestino llamado Belén.
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Aunque son largas las colas, merece la pena esperar |
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Se nota el toque ortodoxo
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He aquí el lugar más importante del mundo entero |
Y de aquí nos fuimos a la zona de
Getsemaní, término con el que se señalan tres lugares custodiados por los
frailes franciscanos y que hacen referencia a la noche de la traición a Jesús.
Esos lugares son el Huerto de los Olivos, la Gruta de Getsemaní y la Basílica
de la Agonía (llamada también «Iglesia de las Naciones»). El Huerto de
los Olivos es el lugar donde Jesús oró antes de su pasión y muerte, y ahí
celebramos la Eucaristía, frente a una de esas piedras que, muy probablemente,
pisó el mismo Jesús. Por supuesto, las lecturas de la misa eran las del
prendimiento, y cerrar los ojos para pensar en ello, sabiendo que estábamos en
el preciso lugar donde todo aquello ocurrió, nos ponía los pelos de punta a más
de uno. Sobre todo cuando sales al huerto, lleno de olivos, y miras hacia el
Jerusalén viejo y su muralla. ¡Cuántas veces lo contemplaría Jesús en ese mismo
estado, con el valle por medio!
«Entonces va Jesús con ellos a una propiedad
llamada Getsemaní, y dice a los discípulos: “Sentaos aquí, mientras voy allá a
orar”. Y tomando consigo a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a sentir
tristeza y angustia. Entonces les dice: “Mi alma está triste hasta el punto de
morir; quedaos aquí y velad conmigo”. Y adelantándose un poco, cayó rostro en
tierra y suplicaba así: “Padre mío, si es posible, que pase de mí esta copa,
pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú”. Viene entonces donde los
discípulos y los encuentra dormidos; y dice a Pedro: “¿Conque no habéis podido
velar una hora conmigo? Velad y orad para que no caigáis en tentación; que el
espíritu está pronto, pero la carne es débil”. Y alejándose de nuevo, por
segunda vez oró así: “Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la
beba, hágase tu voluntad”. Volvió otra vez y los encontró dormidos, pues sus
ojos estaban cargados. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las
mismas palabras. Viene entonces donde los discípulos y les dice: “Ahora ya
podéis dormir y descansar. Mirad, ha llegado la hora en que el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de pecadores. ¡Levantaos!, ¡vámonos! Mirad que el
que me va a entregar está cerca”. Todavía estaba hablando, cuando llegó Judas,
uno de los Doce, acompañado de un grupo numeroso con espadas y palos, de parte
de los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. El que le iba a entregar les
había dado esta señal: “Aquel a quien yo dé un beso, ése es; prendedle”. Y al
instante se acercó a Jesús y le dijo: “¡Salve, Rabbí!”, y le dio un beso. Jesús
le dijo: “Amigo, haz lo que viniste a hacer”. Entonces aquellos se acercaron,
echaron mano a Jesús y le prendieron (Mt 26, 36-50).
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Basílica de la Agonía |
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Entrada al Huerto de los Olivos
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Piedra original del monte, frente al altar |
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Gracias a ellos, no hicimos un viaje, sino una peregrinación |
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Olivo plantado por Pablo VI |
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Más o menos así debió lucir este entorno en tiempos de Jesús |
De aquí
pasamos a la Iglesia del Pater Noster, donde está representada la famosa
oración que nos enseñó Jesús en los idiomas más variopintos que existen por
todo el globo. Y después, pasamos a echar una última vista a la ciudad de
Jerusalén desde el mirador al otro lado del valle de Cedrón. Allí nos echamos
las pertinentes fotos de grupo y continuamos la bajada para ir directos a la
Piscina de Betesda, la cual es mencionada en la Biblia como el lugar donde la
gente iba a lavarse en sus aguas medicinales. Aquí Jesús obró uno de sus
milagros, curando a un paralítico que llevaba nada menos que treinta y ocho años
esperando la oportunidad de curarse en esas aguas. Esta piscina está junto a la
Iglesia de santa Ana, situada en la casa de los padres de María y muy cerca del
comienzo del inicio de la Vía Dolorosa, la cual recorrimos haciendo nuestro Vía
Crucis, hasta llegar a la Basílica del Santo Sepulcro.
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Encontramos el Padrenuestro en español |
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La piscina probática |
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Una vía muy especial |
Estábamos ya
en la recta final de nuestra visita, pero quedaba aún lo mejor. Y así nos
adentramos en la concurrida Basílica de la Resurrección, no sin antes subir por
una empinada y nada fácil escalera de piedra que los llevó hasta el Gólgota, o
lugar donde estaba afianzada la cruz en la que murió nuestro Señor Jesucristo.
Debajo de un altar, se esconde un hueco en el que se dice que estaba
alojada la cruz, y ahí metimos la mano, para tocar ese importante lugar. Quién
nos iría a decir que en un escaso margen de horas tocaríamos con nuestras manos
los dos lugares más importantes de nuestra historia, el del nacimiento de Jesús
y el de su muerte en cruz. Pero aún nos faltaba por tocar uno mucho mejor,
aquel que testimonia que la muerte no es el final de Jesucristo, puesto que fue
vencida para siempre. Por eso nos dirigimos al Santo Sepulcro, donde yació
nuestro Señor una vez fue descolgado de la cruz y puesto en el sepulcro de José
de Arimatea. Fue esta una experiencia impactante que nos dejó a todos mudos,
por la hondura del lugar y por lo emocionante de poder tocar con nuestras
propias manos la losa en la que se dice que yació y resucitó Jesucristo. Nunca
antes de aquel momento, nuestras manos tocaron cosa tan cargada de significado.
Se trata de una experiencia de esas que no se pueden contar, sino que se tienen
que vivir.
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Entrada al Santo Sepulcro |
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Fachada del templo donde están el Gólgota y el Santo Sepulcro |
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La subida al Gólgota no es fácil |
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El Santo Sepulcro |
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El altar bajo el cual está el agujero donde estuvo la cruz de Cristo |
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Peregrinos en el Gólgota |
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Vista del Santo Sepulcro |
Y ya el día 30
de agosto era el día en que partíamos para casa, dejando atrás todo lo vivido y
aquella tierra, como tantos millones de personas antes que nosotros. Pero ya
podemos decir que nuestros pies han pisado la tierra que vio nacer y morir a Jesús,
y esa experiencia supera con creces lo siempre triste de las partidas, más aún
cuando uno se va de un lugar así para no saber cuándo volverá, o si volverá.
Este último
día estaba planeado para levantarnos más tarde, desayunar tranquilamente, hacer
las maletas y dirigirnos al aeropuerto de Tel Aviv. Pero como el día anterior
fue tan intenso, no nos dio tiempo de visitar el Campo de los Pastores, y por
eso decidimos no dejar a los peregrinos sin esa visita y hacerla por la mañana,
antes de irnos. Y así lo hicimos, pues nos daba tiempo de sobra a visitar ese
magnífico lugar en el que un ángel se apareció a los pastores y les anunció la
Buena Noticia de que les había nacido el Mesías, el Señor. Esto fue en la aldea
árabe de Beit-Sahur, situada en los campos de Booz, citados en el Libro de Rut.
«…había unos pastores que pasaban la noche
al aire libre, velando por turno su rebaño. De repente, un ángel del Señor se
les presentó; la gloria del Señor los envolvió de claridad y se llenaron de
gran temor. El ángel les dijo: “No temáis, os anuncio una buena noticia que
será de gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha
nacido un Salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis
un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre”. De pronto, en torno al
ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo:
“Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Y sucedió que, cuando los ángeles se marcharon al cielo, los pastores se decían
unos a otros: “Vayamos, pues, a Belén, y veamos lo que ha sucedido y que el
Señor nos ha comunicado”. Fueron corriendo y encontraron a María y a José, y al
niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que se les había dicho de
aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les habían dicho los
pastores. María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón. Y se volvieron los pastores dando gloria y alabanza a Dios por todo lo
que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho» (Lc 2,8-20).
Y nos
dirigimos después a Tel Aviv, pero antes, como no podía ser de otra manera, nos
despedimos de aquella tierra y de aquel sitio en el que la corte celestial de
los ángeles cantaron a coro a los pastores, y con ellos al mundo, que la mayor
y mejor noticia jamás dada acababa de darse en aquella pequeña y humilde
tierra, y por medio de una más pequeña y humilde familia. Y es que Dios suele
hacer las cosas grandes de las formas más sencillas. Y nos despedimos de la
mejor forma posible, celebrando la Eucaristía en la gruta de los pastores,
rememorando aquel momento para llevárnoslo, como María, en nuestro corazón y
para siempre. Y ahí permanecerá, gracias a Dios, porque hemos sido unos grandes
privilegiados al poder viajar al mejor sitio y en la mejor compañía.
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Última Eucaristía en Tierra Santa |
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La Gruta de los Pastores |
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Un pastorcito listo para echarse fotos con turistas |
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Gracias a todos los que hicisteis posible el mejor viaje del mundo |
P.D. No sería
justo terminar esta crónica sin agradecer la entrega, el cariño y la gran profesionalidad
de nuestro padre, hermano, amigo y guía, Jaime Rubio Pulido, quien nos ha mostrado
todos y cada uno de los rincones de Tierra Santa. Él nos ha explicado de forma
magistral todo lo que aconteció en
la que es, sin duda alguna, la historia más grande jamás contada. Y nosotros estábamos allí, en el escenario donde ocurrió. No sabemos cómo
habría sido la peregrinación con otro guía, pero lo que sí sabemos es que mejor no habría
podido ser.
P.D. Finalmente, hay que mencionar que todos tenemos un recuerdo agridulce de nuestra estancia en Tierra Santa, pues
hemos comprobado, ya desde casa, cómo se han desarrollado los acontecimientos
que han derivado en una nueva y más violenta que de costumbre guerra entre Israel y Palestina.
Damos gracias a Dios porque no nos pilló allí por poco, puesto que todo ocurrió al
poco tiempo de regresar a España. Pero nos acordamos de los que allí
quedaron, pidiendo por ellos para que la paz y la esperanza se instalen de una
vez y para siempre en esta tierra que desde hace siglos viene presentando al
mundo no solo su parte divina, sino también su parte más humana. Y si la divina es digna de ser
admirada, la humana no lo es tanto, pues nuestra condición pecadora deja
siempre patente que, aun en la tierra del artífice de la paz, la guerra sigue
siendo una constante en la historia de la humanidad.