Dicen los innumerables peregrinos
que viajan a Medjugorje cada año que allí se respira un aire de
sobrenaturalidad, como fruto de los acontecimientos que desde hace justo cuarenta
años (1981-2021) han marcado esta santa tierra de Bosnia Herzegovina: las
apariciones de la Virgen María a seis jóvenes videntes a principios de los años
ochenta. Y esto es verdad. Sin embargo, también es cierto que, como en todos
los aspectos de la vida, no es oro todo lo que reluce, ni siquiera en esta
tierra de Medjugorje, elegida por nuestra santa madre, la Virgen María, para
anunciar su mensaje al mundo.
Y dicen también que el
fundamentalismo religioso es algo propio de otras religiones y que el
catolicismo se caracteriza por el sano equilibrio entre la fe y la razón. Pero
esto, por desgracia, dista mucho de ser cierto. En efecto, nuestra fe católica
está sufriendo, cada vez más, las enfermedades espirituales propias de la
separación entre estas dos formas de conocer e interpretar el mundo: por un
lado, la sana fe exenta por completo de todo resto de mitología, esoterismo y
magia; y por otro, la lúcida razón, propia de quienes saben que Dios no puede
ni ha querido revelarse de un modo irracional e incoherente con la naturaleza y
la intelectualidad humana. Esto último, no obstante, no excluye la
sobrenaturalidad, lo que comúnmente llamamos “milagros”, pues éstos no son
mágicos, irracionales o incoherentes. En cualquier caso, no es este el objeto de este
artículo.
Pero, ¿qué es una enfermedad
espiritual? No sé si está definido o no este concepto. De hecho, ni siquiera sé
si existe como tal, pues me lo acabo de inventar. Pero si tuviera que definirlo,
diría que la enfermedad espiritual es aquella desviación de la recta comprensión
de nuestra fe, o lo que es lo mismo, la pérdida del sano equilibrio entre la fe
y la razón a la hora de interpretar y practicar nuestra relación con Dios, esto
es, la religión católica. Pero cuando hablamos de enfermedad espiritual tenemos
que hacerlo en plural, porque no es un concepto único, sino que tiene muchas
variantes, como explicaré. Y de esto, aunque me da pena decirlo, hay mucho en
Medjugorje. Es cierto que las distintas enfermedades espirituales no son solo propias
de Medjugorje, pues están muy en boga en este comienzo del siglo XXI y en
toda la geografía mundial, pero también
lo es que en aquella tierra se dan casi todas.
Existe una oración franciscana
que reza así:
Oh alto y glorioso
Dios.
Ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame fe recta, esperanza cierta, caridad perfecta,
sentido y conocimiento, Señor,
para cumplir tu santo y veraz mandamiento.
Pues bien, en esta oración
pedimos a Dios que nos dé una fe recta, no ciega. Sin embargo, el síntoma más
claro de las enfermedades espirituales es la ceguera espiritual. Y es justo ahí
cuando comienza a desbaratarse el edificio interior de la salud religiosa,
puesto que la fe ciega desemboca en un fideísmo desligado de la comprensión
racional, llegando a profesar la religión partiendo de una serie de ataduras
morales y espirituales que constriñen la libertad propia de los hijos de Dios y
la gratuidad de la salvación que nos ha brindado Jesucristo con su muerte y
resurrección. Creo que no seré el único que se ha dado cuenta de que, de un
tiempo a esta parte, en nuestras parroquias ha florecido una práctica de la fe
basada en el rigorismo legalista y la rigidez espiritual, siendo éstas unas ataduras
que nadie sabía muy bien de dónde provenían. Pues bien, ya desde hace tiempo
había notado la existencia de una extraña pero clara relación entre los
practicantes de esta forma rigorista de entender la práctica de la fe y los peregrinos
que viajan a Medjugorge. No parecía casual que casi todos los que habitualmente
van a Medjugorje parezca que estén “cortados por un mismo patrón”. Pero después
de hacer uno mismo esta peregrinación, parece que las piezas del puzzle encajan.
Y como dice la escritura, “¿acaso puede un ciego guiar a otro ciego?” (Lc 6,
39). Pues no, porque ambos caerán al abismo. Y esto mismo es lo que está
ocurriendo a raíz de esta peregrinación mariana en la que muchas personas
cambian radicalmente su comportamiento religioso, no tanto porque la Virgen
haya obrado en ellas como por una especie de necesidad de ser más puros,
practicar mejor la fe y, sobre todo, huir a toda costa del demonio, de tal
manera que la práctica de la fe ya no consiste en disfrutar del más acá y de
tratar de vivir el cielo en la tierra y anunciar el Evangelio al mundo entero,
sino en buscarnos un hueco en el cielo para estar lo más lejos posible del
demonio en el más allá. Lo que allí se aprende es, como se suele decir, una
“teología del miedo”, más centrada en no ir para abajo que en subir para
arriba. Y esto se traduce, como veremos, en una serie de prácticas rituales,
modos de practicar la fe, oraciones repetidas, esfuerzos, sacrificios y
méritos, muchos méritos conseguidos con nuestras propias fuerzas porque, según
parece, nuestra salvación es cosa nuestra.
Pues bien, antes de enunciar qué
enfermedades espirituales son esas a las que me refiero, bien creo que es de
justicia decir que lo que está ocurriendo en Medjugorje es más divino que
humano. Es decir, que para nada creo que lo que allí está pasando sea fruto de
la invención de unos chiquillos o la sugestión colectiva de quienes visitan el
lugar, como en numerosas ocasiones se ha afirmado de los hechos que allí han
ocurrido (y ocurren). De hecho, los incontables ateos y detractores que han ido
para allá con el orgulloso cometido de “desmontar la falacia de Medjugorje” en
pocos días, han terminado, o convertidos a la fe católica o reconociendo
públicamente que lo que allí ocurre no es para nada corriente. Es decir, que
creo y afirmo que la Virgen María ha elegido este lugar santo y que se ha
aparecido en él para transmitir al mundo su mensaje de paz, amén de otros
secretos que aún están por determinar, según se desprende de las palabras de
los videntes.
La Iglesia, como bien sabemos, es
a la vez santa y pecadora. La infundada pretensión, por tanto, de que los
cristianos deberíamos ser santos, ejemplares e inmaculados solo debería ser
exigida por aquellos que ya hayan alcanzado ese estado de perfección absoluta.
Por tanto, bien creo que pocos mortales podrán exigirnos una conducta
intachable sin pecar de ser hipócritas. Sin embargo, también es cierto que
nuestra fe debería darnos un “plus” de santidad, una forma distinta de concebir
el mundo y de relacionarnos con él, sobre todo con nuestros hermanos los
hombres. Es decir, si bien los cristianos no son “héroes sin capa”, pues somos
de carne y hueso, sí que deben aspirar a serlo, pues nuestra fe católica es
precisamente una peregrinación hacia la Jerusalén celeste siguiendo el camino
marcado por nuestro Señor Jesucristo en el Evangelio y el modelo de tantos y
tantos santos como nos han precedido en este caminar, para lo cual contamos con
las mejores herramientas: los sacramentos y la vida de oración, los cuales
deben (o deberían) marcar la diferencia entre los católicos y el resto del
mundo. Sin embargo, todos sabemos que, en la práctica, las cosas no están tan
delineadas, así como que nuestro peregrinar está plagado de caídas, salidas del
camino, torceduras de tobillo, cansancios y, cómo no, incluso abandonos.
Dicho esto, entramos “al trapo” para
ver cómo se inserta la peregrinación a Medjugorge en esa peregrinación global
de nuestra vida. Y lo primero que tenemos que decir al respecto es que en
Medjugorje se magnifica todo, de modo que las expresiones populares, los gestos
y los modos de actuar cristianos se acentúan nada más cruzar el cartel de
“Bienvenidos a Bosnia Herzegovina”, lo cual no debería ocurrir. En efecto,
estar en Medjugorje significa visitar a nuestra madre María, hacer un esfuerzo
físico y económico, salir de nuestros ambientes para desinstalarnos de nuestra
comodidad y ofrecer nuestro tiempo, dinero y oración por nuestras necesidades y
las del mundo entero. Sin embargo, ya de entrada, quien viaja a Medjugorje
(especialmente la primera vez) generalmente lo hace cargado de expectativas,
curiosidad y peticiones, muchas peticiones. Poco tarda el peregrino en
adecuarse al ambiente reinante en esa pequeña localidad en la que todo, hasta
el más mínimo gesto o brisa, es atribuido a nuestra madre María. Tanto es así
que muchos de los peregrinos que ya han viajado allí en varias ocasiones afirman
algo así como que “a Medjugorge no va
quien quiere, sino quien la Virgen desea”. Ya de entrada, quienes afirman
tal cosa se están saliendo de esa racionalidad propia de la sana fe equilibrada
de la que hablábamos antes. En efecto, si esto fuera así, todos los que van a
Medjugorje tendrían experiencias místicas o transformadoras, pero a la vista
está que no es así. Una cosa es que la Virgen derroche sus bendiciones con
quienes ella considere que más las necesitan o merecen y otra bien distinta es
que se comporte como un hada madrina que, varita mágica en mano, vaya truncando
planes o allanando los caminos de los peregrinos que en el mundo entero están
planeando viajar a Medjugorje. Creo que la Virgen tiene mejores cosas que hacer
que estar frente a una especie de “sala de control” de la humanidad para ver
quién va o no a verla a Medjugorje. Esta sería como la antesala de las demás
enfermedades espirituales, que a continuación detallaré. Pero primero de todo
he de decir que todas las enfermedades espirituales que a continuación vamos a
ver nacen de un tronco común al que podríamos denominar “fundamentalismo (o
integrismo) católico”, aunque entendiéndolo de una forma distinta a como se
entiende o atribuye a otras religiones o ideologías, ya que, ciertamente, en la
religión católica estos extremismos no llegan a sobrepasar los límites de la
violencia.
En efecto, existen y se dan cada
vez más estas desviaciones en el seno de la Iglesia Católica. Y Medjugorge, no
sé por qué, es un foco donde este fundamentalismo se aprecia de forma clara. Y
la primera enfermedad que se deja ver allí podría venir a llamarse
“repetitivitis”. Esta enfermedad espiritual sería la propia de quienes no hacen
más que comenzar el camino de regreso a sus casas y ya están programando la
próxima visita. En efecto, yo mismo he podido comprobar cómo hay gente que se
enorgullece cuando te dice cosas como: “con
esta, ya son cuarenta las veces que he venido a Medjugorje”. Haga el
peregrino la cuenta de lo que cuesta una peregrinación y multiplíquelo por
cuarenta. Y después haga también un ejercicio de sinceridad consigo mismo y
póngase ante la Virgen María para preguntarle si ella cree que está bien
invertida esa cantidad, así como si ese desembolso económico encaja bien con su
repetido mensaje de solidaridad, entrega a los demás, austeridad y limosna.
Como ejemplo, te diré que en mi peregrinación este año me encontré con una
señora española que afirmaba con orgullo que esa era la cuarta vez que visitaba
Medjugorje… ¡solo en este verano de 2021! Pues bien, esta enfermedad pone de
manifiesto en el peregrino la carencia de un verdadero encuentro personal con
Cristo y la ausencia de oración interior, tanto comunitaria como individual,
así como una celebración efectiva y sentida de la Eucaristía tan pobre como infrecuente,
pues denota una especie de endiosamiento de la Virgen María, a la cual parece
que hubiera que visitar con tanta frecuencia para que nos haga más caso o para honrarla
o engrandecerla más con nuestra presencia física en Medjugorje. Es como si se
creyese que la Virgen María solo está en Medjugorje. La medicina, por tanto,
para la curación de esta enfermedad espiritual es la oración diaria ante el
Sagrario, o mejor aún, ante el Santísimo Sacramento, si es posible, así como la
Eucaristía celebrada desde el corazón diariamente y la práctica de la fe
comunitaria, no solo personal e individual, porque nuestra fe no es una fe de
ermitaños que tenemos que ir de casa a misa y de misa a casa sin comprometernos
ni con la parroquia ni con grupos de oración. Así, solo aquellos que pertenecen
a un grupo de oración comunitaria que se reúne habitualmente (carismáticos,
neocatecumenales, focolares, cursillos de cristiandad, grupos parroquiales,
etc.) comienzan a despegar en su vida de oración y entrega para volar mucho más
alto aún que el propio avión que tantas veces les lleva a Medjugorje. Y lo que
es mejor, gratis. Y claro está, otra medicina muy buena para combatir esta
enfermedad espiritual es una adecuada formación cristiana, pues esta falta de
formación es la tónica general que está en la base de todas y cada una de las
enfermedades espirituales, la cuales se dan incluso entre el clero (por eso a
la formación le añado el adjetivo “adecuada”).
En segundo lugar, enmarcada también
en el mencionado tronco del fundamentalismo católico, tenemos la enfermedad de
la “protegitivitis”, que es la que sufren aquellos que afirman cosas como “yo
no me pongo mascarilla porque la Virgen me protege”, o “yo comulgo en la boca
porque el Señor no va a querer ningún mal para mí”. Y es que en Medjugorge,
aunque te parezca mentira lo que te voy a contar, prácticamente nadie lleva
mascarilla. No, por desgracia no es una exageración si te digo que el 99% de
los peregrinos no usan mascarilla, como tampoco la usan los oriundos del lugar,
los guías turísticos o los sacerdotes. En efecto, allí la gente afirma
constantemente que no hay que tener miedo porque “la Virgen nos protege”. De
hecho, los propios guías turísticos animan e invitan a los peregrinos a confiar
en la Virgen y quitarse las mascarillas, bajo la promesa (falsa, por supuesto)
de que nadie se va a contagiar en Medjugorje. Y claro, los peregrinos,
confiados en esas palabras, se quitan la mascarilla y no vuelven a utilizarlas
hasta que no llegan al aeropuerto para regresar a España. Yo mismo he
coincidido este año con dos peregrinaciones más de españoles, una de Valencia y
otra de Córdoba, además de nosotros, de Extremadura. Y como todos somos de
habla hispana, teníamos asignado una misma guía traductora, por lo que nos
desplazábamos juntos en autobús a los lugares visitados: el cenáculo, la aldea
de la Madre, el monte de las Apariciones, el monte Krizevac y el pueblo de
Thialhina. Por supuesto, animados por nuestra guía, ninguno de los cincuenta
peregrinos, excepto un grupo de ocho jóvenes cordobeses y yo, llevaba la
mascarilla, ni siquiera en el interior del autobús durante los transportes. Y
claro, luego pasa lo que pasa, porque ya de entrada, a los dos o tres días de
regreso a España, uno de los curas de la peregrinación dio positivo en Covid-19
y ahora estamos todos en cuarentena esperando a que nos llamen para hacernos un
PCR y ver si estamos o no infectados, pues hemos sido contactos directos del
enfermo. Y cuando digo que en Medjugorje no lleva mascarilla casi nadie, me
refiero a eso, a casi nadie, incluyendo a sacerdotes, frailes y monjas de todas
las nacionalidades que allí se congregan. Y claro, resulta que las misas no son
de veinte o treinta personas, sino de cuatro, cinco o hasta veinte mil
personas. Bien es cierto que son al aire libre, pero también lo es que estamos
todos tocándonos unos a otros con los codos, por lo que la separación mínima
entre personas sin mascarilla no se da ni por asomo. Y lo peor no es eso, ya
que, para colmo de todo, la inmensa mayoría de los peregrinos que van allí, no
sé muy bien por qué, comulgan de rodillas y en la boca (pues afirman que
comulgar en la mano es sacrílego). Y los sacerdotes, que también van sin
mascarilla dando la comunión a filas de doscientas o trescientas personas cada
uno, no tienen ni siquiera el detalle de reservarse uno o dos para que den la
comunión en la mano a los fieles que tengan reparos o miedo a comulgar después
de que el sacerdote haya dado la comunión a doscientas personas antes en la
boca, con la consiguiente imposibilidad física de que el dedo del cura no haya
estado en contacto con al menos veinte o treinta lenguas antes de llegar a él.
Uno puede hasta contarlas, pues algunos sacerdotes se limpian el dedo en un
purificador cada vez que un fiel, sin quererlo, le chupa el dedo mientras
comulga. Y luego tenemos la Capilla de la Adoración, en la que se congregan
unas doscientas personas sin mascarilla desde las 8:00 hasta las 20:00 horas,
de lunes a domingo, sin más ventilación que la de la puerta de entrada cuando
se abre y cierra. Pero parece que a casi nadie le preocupa esto. Y claro, se ve
que la Iglesia no tiene nada que decir al respecto (ni siquiera el obispo local
o el párroco de Medjugorje). Y yo me pregunto si no será porque los católicos debemos
ser seres especiales que estamos por encima del bien y del mal, así como por
encima de las leyes y normas mínimas de seguridad, respeto y convivencia
ciudadana. Así que, si tienes escrúpulos, miedo o reparos por causa del coronavirus
y eres de los que, precisamente por ese motivo, comulgan en la mano y evitan
las aglomeraciones en lugares sin ventilar y sin que se guarden las distancias
mínimas de seguridad, Medjugorje no es para ti, a no ser que tú también creas
que la Virgen nos protege incluso aunque seamos tan irresponsables como para no
tomar ni siquiera las mínimas medidas de seguridad e higiene para protegernos
nosotros y proteger a los demás. Pero lo cierto es que nunca la Virgen ha dicho
en ningún mensaje que no llevemos mascarilla porque ella nos protegerá. Y es
curioso que atribuyamos a la Virgen una protección sobre una clara
irresponsabilidad nuestra y no se nos ocurra pensar que es nuestra obligación
no solo protegernos nosotros, sino también proteger a los demás. Porque estoy
convencido, sin temor a equivocarme, de que la Virgen vería con buenos ojos que
los cristianos nos pongamos la mascarilla para proteger a nuestro prójimo (aunque
no tengamos miedo por nosotros mismos) para evitar contagiar a nuestros
hermanos peregrinos si es que tenemos el Covid sin saberlo. Pero no, parece que
a nadie en Medjugorje parece importarle el prójimo, sino solo uno mismo. Y lo
que es peor, ni la Iglesia en su conjunto, ni el obispo o el párroco del lugar,
ni los propios curas de todas las nacionalidades que allí se congregan por
cientos cada mes, ni tampoco las hermanas religiosas tienen el detalle de hacer
ver a la enorme comunidad de fieles allí congregada que es necesario y ejemplar
que los cristianos cumplamos las leyes de convivencia ciudadana, exactamente de
la misma forma que cualquier otro conciudadano del mundo, ya que ni somos
especiales ni el virus distingue entre cristianos y el resto a la hora de
expandirse y contagiar a las personas. Por eso, Medjugorje, como cualquier otro
lugar del mundo, y esto es algo comprobado en múltiples peregrinaciones, es un
foco internacional de contagios de Covid-19, que luego llevamos cada uno a
nuestras casas y países, colaborando en la extensión del virus, como es el caso
de los contagios que te he mencionado solo en mi peregrinación (y en otras de
las que he tenido constancia). Pero parece ser que los cristianos no tenemos
nada que ver con eso porque somos ciudadanos “de primera”, no como el resto de
viajeros que se mueven por el globo terráqueo cumpliendo diligentemente las
leyes.
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De entre todos, solo los chicos de azul llevan mascarilla |
Otra enfermedad espiritual muy
común en Medjugorje es la del “semipelagianismo”. En realidad, más que de una
enfermedad, se trata de una herejía, pero vamos a considerarla enfermedad por
el simple motivo de que quienes la padecen ni siquiera sospechan que la sufren.
Es decir, porque no es voluntaria, al menos en gran parte de los casos. Por
eso, el Papa Francisco ha dicho en varias ocasiones que “una de las cosas más
difíciles de comprender para todos los cristianos es la gratuidad de la
salvación en Jesucristo”,
y también que “la salvación no se paga,
la salvación no se compra. La Puerta es Jesús y ¡Jesús es gratis!”. Por
ello, nos anima a tener confianza en el perdón de Dios diciendo cosas como: “tengan confianza en el perdón de Dios. ¡No
caigan en el pelagianismo!”. Pero nosotros, como aquel pueblo de Israel que
nunca quiso obedecer a Moisés, somos de dura cerviz. El Papa Francisco no deja
de alertar sobre el riesgo que para la Iglesia de hoy supone aceptar esta
herejía, propia nada menos que del siglo IV de nuestra era cristiana, pero
instalada de nuevo de forma sibilina en nuestra vida diaria. Pero, ¿en
qué se manifiesta esta enfermedad? Pues bien, antes de decir dónde se aprecia
con más claridad, hay que decir qué es el pelagianismo. El dominico Chus
Villarroel, O.P. nos dice que Pelagio,
monje irlandés de quien proviene esta herejía, vino a decir que no se
necesitaba una gracia especial para recibir la salvación eterna, sencillamente
porque Dios nos ha dotado a todos con suficientes facultades para que nosotros
mismos y por nuestro esfuerzo lográramos ganar el cielo. Defendía que la
salvación se la gana uno a base de esfuerzos y de merecerla. Y luego
vino el semipelagianismo, el cual decía
que sí necesitamos la primera gracia, pero que, después, hacerla fructificar ya
era cosa nuestra, algo que teníamos que conseguir con nuestros actos, con
nuestros esfuerzos y con nuestros méritos. Esta herejía también fue condenada
por la Iglesia en el Concilio de Orange, que defendió que todas las gracias que
recibimos en la vida son gratuitas, es decir, que todo es gratuidad. Sin
embargo, hoy la mayoría de los creyentes somos semipelagianos, pues pensamos
que somos nosotros quienes tenemos en nuestra mano la salvación, que nos la
ganamos por nuestros méritos y somos sus protagonistas. Pero no se trata de eso,
sino de entender y vivir aquello que la propia Virgen entendió y vivió: su
“Hágase en mí”. Por eso, la Virgen María (la de Fátima, Lourdes, Guadalupe o
Medjugorge) es ajena al semipelagianismo, pues vivió la gracia de Dios, confió
en el Espíritu Santo y se dejó hacer por Él (cf. https://alfayomega.es/la-herejia-que-mas-preocupa-al-papa/). Sin
embargo, Medjugorje es escuela de todo lo contrario, pues enseña a los
peregrinos que la salvación se consigue rezando tres misterios del rosario
seguidos cada día, rezando el credo de rodillas después de cada misa, seguido
de siete padrenuestros, siete avemarías y siete glorias. Enseña que solo son
puros y han entendido el mensaje cristiano los que comulgan de rodillas y en la
boca, mientras que el resto no hemos aprendido nada y tenemos que ser
evangelizados, pues estamos cometiendo sacrilegio al tocar al Señor con nuestras
manos sucias (será porque pecamos más con la mano que con la lengua). Nos
enseña que hay que mortificarse con ayunos a pan y agua todos los miércoles y
viernes del año, llegando a cumplir esta norma solo porque hay que cumplirla y
porque la Virgen así lo ha dicho, pero sin llegar a entender el sentido y la
metodología del ayuno. Nos enseña que en la misa, cuanto más tiempo estés de
rodillas, mejor para tu salvación, de modo que no hay orden ni concierto en la
Eucaristía, pues hay quienes se la pasan entera de rodillas o tumbados boca
abajo, como si Dios se hiciera más presente al que se tumba que al que está
sentado. Nos enseña que hay que subir y bajar al Crizevac descalzos,
despellejándote los pies, porque al Señor le agrada tu dolor. Nos enseña a
tener como mágicos ciertos objetos religiosos que compramos a espuertas,
corriendo después de la misa hacia el altar para llegar los primeros y que les
caigan encima, a ser posible, unas gotitas de agua bendita del sacerdote que
bendice los artículos religiosos tras la misa, quizás porque la bendición de tu
párroco en tu país no vale tanto como la del cura de Polonia que celebra ese
día en Medjugorje. Y nos enseña que hay que arrodillarse ante la Virgen, aunque
tengas al lado un Sagrario en el que está reservado y realmente presente el
Señor en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, llegando a poner la Iglesia
local incluso reclinatorios ante la imagen de la Virgen, animando así a que los
fieles den la razón a los protestantes que nos acusan de ser adoradores de
imágenes (cf. https://www.cope.es/religion/hoy-en-dia/creer-hoy/noticias/tipico-error-que-cometes-entrar-una-iglesia-sabias-20201202_1028499)
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A la izquierda el Sagrario y a la derecha una imagen de la Virgen |
Además de todas estas enfermedades psicológicas y
espirituales, existen otras muy diversas, como son las que padecen aquellos que
se arrodillan ante una nube que, de repente, alguien grita que ha tomado forma
de cruz; los que no pueden irse de Medjugorje sin ver a los videntes en el
momento en que tienen la aparición, llegando a llorar a moco tendido si no se
ha podido presenciar ese sublime momento, como si la peregrinación hubiera sido
un fracaso; los que se pasan el día mirando al sol para ver si gira; los que se
fijan en los mensajes apocalípticos y rezan para que el día del fin del mundo,
que está próximo a llegar, les pille en estado de gracia para no ir al
infierno; los que van más por miedo al demonio y huyendo de él que por amor al
Señor y la Virgen; los que suben al Krizevac para recibir las energías
positivas que desprende la montaña en determinado lugar, las cuales, al parecer,
emanan por ser ese un lugar santo elegido por Dios. Y así un innumerable
etcétera.
Por todo ello, Medjugorge, como
todo estamento, entidad o persona en el mundo, incluida la propia institución
de la Iglesia, tiene un lado más claro y otro más oscuro. Y, como en la Iglesia
misma, que es a la vez santa y pecadora, el lado más claro corresponde a su
parte divina, que efectivamente se da allí, mientras que el oscuro pertenece a la
parte humana, la cual, carente de esa formación adecuada de la que hablaba, en
la que la recta doctrina se conjuga con la sana razón. Y es que, a veces,
pareciera que habría que quitar una X al siglo XXI. Pero vamos, que nada hay
nuevo bajo el sol.