En este mes de mayo comienzan a
celebrarse las tan solicitadas como esperadas misas diarias en nuestras
parroquias. La medidas de la Conferencia Episcopal se han sumado a las del
gobierno, complemetándolas y animando a los fieles a celebrar el Sacramento de
la Eucaristía bajo la observancia de una serie de requisitos mínimos a cumplir
por los fieles.
Diversas cuestiones se suscitan
a tenor de esta decisión: ¿es acertado abrir los templos al público cuando aún
no está erradicada la pandemia?, ¿no es arriesgado, sobre todo si tenemos en
cuenta que la práctica totalidad del aforo que suele nutrir nuestros templos es
personal de riesgo por su elevada edad media?, ¿merece la pena abrir los templos
teniendo que tomar tantas medidas de seguridad?, ¿tiene más valor la misa cuando
se celebra en el templo?, ¿no debería la Iglesia desmarcarse de lo que proponga
el gobierno y actuar con más cautela que éste?, ¿debe la Conferencia Episcopal ceder
ante las presiones de muchas personas que quieren «Eucaristía ya»?
Lo que está claro es que la
decisión de reabrir los templos al público, cuanto menos, será polémica, por
muchas medidas higiénicas y de control que se tomen. Precisamente el simple
hecho de tener que tomarse tantas medidas restrictivas, higiénicas, de control
y de seguridad de todo tipo es óbice para, por lo menos, plantearse si de verdad
merece la pena correr el riesgo de ser participes en la que, Dios no lo quiera, podría ser una nueva propagación del virus por toda España.
Si se abren los templos al
público sin eliminar la prórroga de la dispensa del precepto dominical será porque la Conferencia Episcopal sabe perfectamente que muchas personas
seguirán sin salir de casa por miedo. Entonces, si se reabren los templos, ¿por qué no se
elimina esta dispensa? Porque la propia Conferencia ha propuesto «aumentar el número de celebraciones cuando
haya mayor afluencia de fieles» para evitar aglomeraciones. ¿Por qué,
entonces, no suprimir la dispensa dominical? ¿No será porque se sabe que la seguridad no
está plenamente garantizada? Y si no está plenamente garantizada, ¿es
responsable abrir los templos? ¿De verdad creemos que por el simple hecho de limitar
el aforo o por usar mascarillas y gel vamos a evitar el contagio en todas y
cada una de las personas que asistan a misa? Porque una sola persona que se
contagie, una sola, puede volver a desencadenar la tragedia. Recordemos que hay
países que han tenido un «paciente cero», esto es, una persona que, ella sola,
ha terminado contagiando al país entero. Si esto ocurre, puede que después nos tachen de irresponsables, porque, la Iglesia debería decantarse siempre por opciones más prudentes aún que aquellas a las que el gobierno nos insta, aunque solo sea por aquello de dar ejemplo.
Uso de mascarillas, pilas de agua bendita
vacías, puertas abiertas para que no haya que tocarlas, colocación especial de
los fieles, filas de comunión distanciadas, geles desinfectantes por aquí y por
allá, evitar los coros y las hojas informativas y con cantos, que la cesta de la
colecta esté aparte y no pase entre los bancos, que los objetos litúrgicos se
cubran con paños y palias, que el sacerdote se desinfecte las manos, que se
evite decir «el Cuerpo de Cristo» y la respuesta «Amén» de manera
individualizada, etc., son algunas de las normas que habremos de cumplir si
asistimos a la Eucaristía en el templo. Cabe preguntarse: ¿de verdad merece la
pena ser tan escrupuloso cuando la verdadera medida que
evitaría todo contagio sería la que ya venimos
haciendo, que no es otra que celebrar la Eucaristía por televisión y comulgar sacramentalmente? Porque ambas cosas legítimas
y totalmente válidas.
Porque, reconozcámoslo, en todas estas medidas tan
calculadas hay muchas fallas. Por ejemplo, ¿de qué vale tapar los
vasos sagrados con una palia si esa palia la usan varios sacerdotes y uno puede
contagiar a otro al tocarla?, ¿cambiaremos también los corporales a diario y
usará cada sacerdote el suyo, o se compartirán?, ¿los sacerdotes tendrán sus
propias casullas, albas y estolas, o las compartirán?, ¿el mantel del altar se
cambiará y desinfectará cada día?, ¿el Misal que el sacerdote maneja
manualmente será compartido o cada sacerdote tendrá el suyo?, ¿los objetos de
la sacristía se van a desinfectar individualmente en sacristías compartidas por
varios sacerdotes? Y así surgen mil preguntas. Pero la que más sorprende
es que, a pesar de tantas medidas de seguridad, a pesar de no querer ser foco
de contagio y transmisión del Covid-19, resulta que sobre la comunión en la
mano o en la boca, la Conferencia Episcopal no dice absolutamente nada. Parece increíble que el aspecto más controvertido, el que de verdad importa a la gente, ni siquiera es tratado. Y uno no puede más que
quedarse perplejo al comprobar que pareciera que nuestra jerarquía prefiere no "mojarse" en un tema tan controvertido, ya que son muchas las personas que se niegan a comulgar en la mano porque lo consideran indigno (como si la boca lo fuera más). Así que, en el estado actual de cosas, puedes ir a misa, entrar sin tocar la puerta,
sentarte a más de dos metros del fiel más cercano, no tener contacto con nada
ni con nadie, desinfectarte las manos, usar mascarilla, recibir la comunión por
parte de un sacerdote que se desinfecta las manos y que protege las Sagradas
Formas hasta la Comunión, pero resulta que luego vas a comulgar y te infectas
porque el sacerdote tiene que dar la comunión en la boca a los numerosos fieles
que, ni siquiera en tiempos de coronavirus, pueden dejar de creer que comulgar
en la mano es un sacrilegio.
Es increíble, sobre todo cuando comprobamos
que otros sectores sociales, estamentos e instituciones laicos nos dan ejemplo y deciden
abrir sus puertas cuando el riesgo de contagio sea nulo. Así se lucha contra la
pandemia. Nosotros, en cambio, seremos unos cristianos
buenísimos porque al fin celebramos la ansiada Eucaristía, que es lo que nos
importa. Y queremos ser ejemplo... Alabamos a Dos y le rendimos culto, aun a riesgo de nuestras propias vidas y de las demás. ¡Eso es creer! ¡Eso es practicar!