octubre de 2014
No hace mucho vino a vernos y a compartir con nosotros D.
Severino Calderón, ofm, antiguo provincial de la provincia franciscana de Granada.
Vino a celebrar el solemne Triduo de Santa Clara, como ya ha venido haciendo
años atrás.
Seve, para los amigos, es un tipo de esos que no dejan
indiferente a nadie. De los que remueven tripas por su forma de hablar, por su
forma de transmitir su mensaje: la alegría del evangelio.
Y esta vez no fue distinto. Sus predicaciones, tanto en
la homilía eucarística como en las charlas posteriores, fueron un tanto
movidas. Digamos que no eran aptas para todos los públicos, o al menos para los
más arraigados en la ley y las formas. Agarra el micrófono y se mueve de lado a
lado mientras con su potente voz nos anuncia la alegría evangélica de forma sin
igual. Y es que dice verdades, y verdades a voz alta y necesarias,
especialmente en momentos de crisis emocional y social como estos que estamos
viviendo.
Hay que ser osado para transmitir el evangelio,
especialmente en este momento histórico histérico. La osadía de transmitir el
mensaje se debe ver complementada con la osadía de usar un lenguaje correcto
que, sin herir sensibilidades, casi lo haga. Dice cosas que hasta llegan a
rozar lo incómodo pero, sin embargo, son pocos o ninguno los que se atreven a
denunciar una salida de tono por su parte. Hay quienes no están preparados para
este tipo de predicación, y quienes no están de acuerdo con todo lo que en
ellas se dice, pero la gente sabe, en el fondo de su corazón, que las palabras
que nos lanza están cargadas de una buena dosis de verdad. A veces duelen, a
veces nos remueven por dentro, pero siempre aciertan cuando nos planteamos de
verdad si las cosas son como las queremos seguir viendo o como son en realidad.
Por eso son pocos, o ninguno, los que se atreven a alzar la mano y protestar
ante una de esas “salidas de tono”. Quienes tienen un oído más sensato saben
que lo que importa es el mensaje, no el mensajero. Por ello es necesario e
imprescindible saber captar la esencia de la predicación y no huir de ella y de
las exigencias del evangelio, que nos mueve a un cambio en nuestras vidas, a
veces incómodo, con la excusa de haber sido transmitido de forma no
convencional. ¡Qué tristemente típico es huir de tal o cual predicador y de sus
verdades si esa verdad nos mueve a un cambio que no estamos dispuestos a
hacer!. ¡Qué fácil es escuchar la predicación a la carta!. Por eso solemos
elegir nuestros sacerdotes, nuestras parroquias. Existen personas que cruzan
toda una ciudad para ir a una parroquia específica porque la predicación allí
proclamada es más suave y permisiva, o porque no suelen denunciar cosas que duelen
e incomodan. Evangelio a la carta es lo que muchos quisieran, aunque también un
evangelio con aplicación a otros. Es común también juzgar al resto con la ley
evangélica, pero mirando siempre de ombligo para fuera. ¡Qué buenos somos
todos!, ¡Qué malos los demás!.
Pues bien, la noche del miércoles día 1 de octubre, una
vez concluido el Triduo a nuestra madre Santa Clara, nuestro hermano Seve nos
quiso despedir con una meditación un tanto “light” para lo que nos tiene
acostumbrados, aunque bastante interesante y útil. No tengas miedo porque esta
charla no te interpelará ni te creará un conflicto emocional... ¿o quizás si?.
En el fondo, si uno quiere dar aplicación en su vida al evangelio, siempre
tiene que luchar contra su conciencia y contra su paciencia. Contra su
conciencia, examinándola para ver si realmente esa conciencia puede ser
Sagrario del templo de nuestro cuerpo. Contra la paciencia para perseverar,
admitir los errores e intentar corregirlos, sabiendo que estas palabras que
vamos a leer ahora son, sin género alguno de duda, la esencia misma de la
correcta vida cristiana, a imitación de Cristo.
Acaso son palabras
sin desperdicio alguno y aplicables a todos las personas de todos los ámbitos
posibles del mundo, además de todo tiempo. La charla se titulaba: “Las 10 aes”.
Quería darnos unas claves evangélicas con 10 palabras como base, las cuales
empiezan todas por la letra “a”.
Pero antes, comenzó la charla hablándonos de que Jesús
realizó su misión de vida en tres tiempos, siendo los siguientes:
Tiempo de acción
El tiempo del compromiso, de dar de comer a los
hambrientos, curar a los enfermos. A ese tiempo él dedica mucha parte de su
misión. Un cristiano sin tiempo para la acción y el compromiso es un cristiano
cojo. Es el tiempo para acompañar necesidades. Jesús pasa su vida haciendo bien
en el entorno donde se encuentra. Un cristiano que no se compromete no es un
cristiano, por tanto. El lugar de acción es la calle, no el templo. El templo
somos nosotros, porque nuestra conciencia es el Sagrario de Dios.
Tiempo de comunidad
Es el tiempo de estar con los discípulos. Les dedica
mucho tiempo. Las relaciones son redes de comunidad, de relación. Jesús dedica
a ello gran parte de su tiempo. Es imprescindible un camino largo de comunidad
para poder obtener una formación sostenida, permanente, continuada... hoy no es
suficiente tener “la fe del carbonero”. Hoy la sociedad es una sociedad de
escaparate, en la que se nos enseña lo que se quiere que se vea, no lo demás.
Hay que cuidar mucho las relaciones, las de pareja, familia, amigos, etc. Hay
que dedicar tiempo a la comunidad. De los doce uno abandonó a Jesús, y esta
norma es habitual también ahora en toda comunidad, puesto que siempre hay quien
abandona.
Tiempo de oración
Después de estar con los discípulos se retiraba a orar, a
un cara a cara con el Padre. Nosotros hemos hecho oraciones, rezos,
jaculatorias, leemos catecismo o lecturas varias, pero la relación cara a cara
la hemos perdido. Una relación tierna de corazón a corazón es algo que se ve
poco o nada. Nos hace falta una oración cálida, filial. Hay que buscar para
ello el espacio orante. Los laicos tienen que buscar el espacio a altas horas
porque los niños ya duermen, los mayores también, y así encontramos el momento.
Y esa oración en silencio, nuestro Padre que ve en lo secreto la escuchará. Es
un tiempo para Jesús, no para nuestros asuntos.
Los tres tiempos deben ir a una. No vale dedicarse solo a
uno, sino que deben ser la base de todo cristiano. Un cristiano que ora, vive
la comunidad y se compromete es un cristiano que imita a Jesús. Hay que evitar
el destacar, no querer ser el más importante en todo. No querer ser el miembro
más importante de la comunidad, orar de forma que todos vean lo piadoso que
somos ni comprometerse a cosas para que parezca que tenemos una vida de
escaparate. Jesús dedica estos momentos de su vida, una vida trípode con estas
tres bases.
Estos tres momentos, podríamos decir, que son el trípode
de la vida cristiana, de tal modo que deben cuidarse, mimarse y practicarse de
igual forma cada uno. Si se descuida una de las patas del trípode, todo se
viene abajo. Si una pata se mima más que el resto, todo se viene abajo
igualmente. Es necesario mantener un equilibrio en igualdad de estas tres patas
para que formen la base estable de la vida cristiana.
No descuidemos, por tanto, ninguno de los tres momentos,
aunque a veces cueste. No podemos dedicarnos a tomarlos y dejarlos según
nuestro estado de ánimo, sino que más bien nuestra vida debe estar enfocada a
vivirlos en plenitud.
Y, ahora sí, para vivir estos tiempos de Jesús en nuestra
vida, para vivir la vida de esta manera, dejó el “decálogo” de sus 10 “aes” que
nos ayudarán a comprender mejor esta vida trípode, este nuevo y buen compromiso
de vida que todo cristiano debe practicar. De las 10 aes, cinco miran al
mundo interior, de puertas para adentro, y las otras cinco miran al mundo
exterior, de puertas para afuera. Quiero señalar en letra cursiva las palabras
de Seve, para diferenciarlas de las mías. Paso ahora a mostraros su “decálogo”.
Es el siguiente:
Actitudes que miran hacia el mundo interior:
Adoración:
Adorar al Señor en Espíritu y verdad. Cuando uno tiene
el encuentro de adoración con el Señor y le adora, lo hace también con los hermanos
como símbolo de la presencia del Señor. No se puede pasar por alto lo
fundamental. Quien sabe y ha experimentado que Dios es creador y nosotros
criaturas, no puede seguir actuando como si fuésemos autónomos y no lo
necesitásemos. Adorar a quien, con su Amor, nos ha dado el don de la vida, es
la mínima muestra de agradecimiento de todo bien nacido.
Amar
Solo ama el que ha visto. Le preguntó el novicio al
Abad por qué los perros iban corriendo y ladrando y, en la medida que corrían y
ladraban, se iban quedando por el camino. El Abad le contestó que sólo los
perros que han visto al zorro siguen, los demás corren, ladran y terminan por
quedarse en el camino. Esto es lo que nos pasa a nosotros con Cristo. Solo
quien le ha visto y experimentado corre y sigue, pero los que no han tenido la
experiencia que remueva sus tripas, terminan por quedarse a medio camino.
Dios es Amor. Esa es la única verdad, no hay otra. De ahí
parten todas las demás premisas humanas, de ahí mana todo concepto moral. Todo
lo que no sea hecho y obrado con amor, es pura superficialidad. El hombre está
constituido para vivir y relacionarse en comunidad, y para mantener esa
comunidad y nutrirse a la vez de ella, es necesario un vínculo afectivo. El
egoísmo, la violencia o la avaricia, entre otros, sólo destruyen, separan y
hacen más difícil esa natural condición humana de supervivencia, de ayuda
mutua. Fruto de todos estos conceptos negativos del hombre, tenemos una
sociedad rota, ponzoñosa, llena de guerras y divisiones. No nos equivoquemos:
los valores humanos no sólo son valores para el cristiano, sino para todo
hombre y mujer de bien. Con estos valores se puede vivir una vida laica,
incluso apartada de Dios, en armonía humana, si bien no divina. Pero de lo que
no cabe dudar es de que las relaciones humanas mejoran y la convivencia es
óptima cuando son practicados. El amor lo puede todo. Ya san Pablo, en su
epístola primera a los corintios, describe el concepto de amor como nadie nunca
lo hizo, ni antes ni después de él.
Atender
¿Atender a quien?. Pues, sobre todo, como Marta y
María. Cuando hay un encuentro hay que atender al encuentro, dejando todo lo
demás. Pretender hacer una cosa sin dejar otra es no hacer ni la una ni la
otra. No caemos en la cuenta, por eso nos dedicamos a tomar apuntes. La
atención, entendida como prestación de nuestros sentidos a una causa concreta,
es necesaria para enterarnos bien. Esta atención hace que no estemos cerrados a
nosotros mismos, impermeables, sino que seamos esponjas que absorban todo lo
bueno de cuanto se da en la vida, así debemos atender en misa, en clase y,
sobre todo, en todo lo evangélico. Pero atender, entendiéndose como abrir los
brazos a las personas, recibirlas, ayudarlas y escucharlas, es también una
actitud fundamental en la vida cristiana. Como Marta, hay que atender, pero
como María, hay que atender también. Son dos atenciones distintas, si bien
María eligió la mejor. No olvidemos, sin embargo, que para que María pudiese
atender al Señor, Marta tenía que atender a todos en sus necesidades básicas.
Importantes son las dos acepciones de la misma palabra, aunque el evangelio nos
deja claro cuál de ellas es la mejor.
Abandonarse
Es dejarse amar por Dios, dejarse querer por Él,
dejarse mimar. Lo más efectivo en la vida es lo más afectivo. Si no nos
dejamos querer, difícilmente vamos a ser capaces de querer. Es sabido que uno
no puede transmitir lo que no recibe. Si yo no sé inglés, no podré nunca
enseñar a hablar inglés a nadie. Por ello hay que tener un cuidado especial
cuando nos dedicamos a la labor catequética, puesto que es peligroso actuar
como si fuésemos autónomos, como si solo tuviésemos que impartir conocimientos.
Lo importante es impartir y compartir vivencias, experiencia de Dios. De nada
sirve decir a los chicos de catequesis que vayan a misa si ven que nosotros no
pisamos la Iglesia. De nada sirve hablarles de las visitas al Santísimo
Sacramento si no ven en nosotros un modelo que imitar. De nada sirve hablarles
del amor al prójimo si ven que nosotros somos parciales ante los hombres,
condenando, juzgando o participando en actos no cristianos o gestos no
evangélicos.
Abandonarse es olvidarse de sí mismo, y una vez olvidado,
dejarse amar por Dios. Quien se abandona sin preocuparse por los avatares de la
vida transmite confianza, paz, energía positiva, contagia evangelio y transmite
su alegría.
Aceptar
Aceptar el momento que nos toca vivir. Nos toca el
aquí y el ahora, el momento presente, sea como sea. Quejarnos no va a arreglar
las cosas. Dios nos acepta como somos, y eso que tenemos defectos. Nosotros
debemos, por tanto, aceptarnos a nosotros también, con nuestras circunstancias.
Para ello le tenemos a Él, que dijo: “Venid a mí todos los cansados, que yo os
aliviaré”. Francisco nos enseñó que tanto es el hombre cuanto es ante Dios, no
más. Al final de todo nos vamos a quedar tal y como vinimos al mundo.
Aceptarnos tal y como somos en cada momento de nuestra
vida, según se desarrolla, pero aceptar también las limitaciones y pobrezas de
los demás. Esto último es lo más difícil, pues solemos mirar a los demás con
ojos distintos de los que nos miramos a nosotros mismos. Decía Jorge Loring que
“solemos mirar a los otros como jueces implacables, pero nos miramos a
nosotros como madrazas perdonalotodo”. Y no le falta razón... Aceptarnos a
nosotros de difícil, pero no tanto como aceptar a los demás. Si miramos con
ojos de misericordia, nos daremos cuenta de que toda persona hace lo que hace y
dice lo que dice movida por unos sentimientos, estados de ánimo o condiciones
físicas, psíquicas o familiares que han determinado que sus posturas sean las
que son. Nadie hace el mal voluntariamente desde el centro de su honda
conciencia, puesto que la conciencia es semilla de Dios. Pero es cierto que las
circunstancias de cada uno determinan sus actos y gestos. No podemos culpar a
nadie de haber vivido un pasado turbio, de tener unas condiciones emocionales
tergiversadas... nosotros mismos hemos pasado alguna vez por alguna de ellas.
¿Quien no ha sentido ira ante una determinada circunstancia de estrés?. ¿Quién
no ha respondido violentamente ante una pregunta hecha en un momento
inadecuado?. ¿Quién no ha hecho algo de lo que luego se ha arrepentido?. Pues
bien, todas esas cosas que todos hemos hecho no podemos tomarlas como un
agravante en los demás, cuando en nosotros eran atenuadas y justificadas con
excusas del tipo: es que yo..., en mi caso es distinto porque..., pero es que a
mí..., etc. Quien sabe amar y ha entendido el mensaje del Amor de Dios, no
falla. Caerá, pero se levantará. Se equivocará, pero enmendará su error.
O nos juzgamos a nosotros como lo hacemos con los demás,
o perdonamos a los demás como nos perdonamos a nosotros. Creo que no hay lugar
a dudas en la elección... ¿y tú?.
Actitudes que miran hacia el mundo exterior:
Actuar
El Señor mandó a los apóstoles a actuar. Les envió al
mundo a predicar el evangelio, sin que olvidaran que Él estaría con ellos hasta
el fin del mundo. Hay quien piensa que el mundo no tiene solución, pero Seve
nos dice que lo que sí tiene es salvación. La fe no se puede imponer, sino que
es una propuesta. Hay que actuar.
Ya vimos que actuar era una de las bases del trípode
cristiano. Es algo que cuesta, generalmente.
Es cierto que muchos cristianos son cristianos “del bienestar”. Es
decir, que piensan que ser cristiano es suficiente, creen que yendo a misa,
comulgando y siendo buenos vecinos ya han cumplido los requisitos evangélicos
básicos para ir al cielo. Y así duermen tranquilos. Suelen ser los típicos de
los que se hablaba antes, de los que juzgan a los demás de forma distinta a
como se juzgan a ellos mismos, puesto que no se explicaría que quieran un mundo
mejor sin la necesaria actuación de las personas para conseguirlo... pero ellos
son de los que piensan que para que el mundo vaya mejor, otras deben ser las
personas que se manchen las manos en su construcción. Ellos ya hacen bastante
yendo a misa. Craso error...
Y así podría aventurarme a decir que están englobadas en
este pensar, más o menos, las tres cuartas partes de los cristianos. Son muchos
los que confiesan su cristianismo. Son muy pocos, en cambio, los que lo
manifiestan abiertamente con sus obras.
Si tomamos como referencia un grupo de mil cristianos tenemos lo siguiente:
1000 se consideran cristianos; 500 no tienen problemas en decirlo abiertamente,
sin importarles el “qué dirán”; 200, además, se animan a participar en
actividades parroquiales o misioneras; 50, además, van a misa todos los
domingos y fiestas de guardar; 10, además, se animan a ser catequistas; 3,
además, asisten a misa diariamente o participan de retiros o ejercicios
espirituales. Y, finalmente, 1 solo, como mucho, se lanza a la aventura
misionera total, al abandono de sí, al seguimiento total de Cristo en cualquier
circunstancia donde se le precise, allá donde considere necesario, sin
importarle fronteras, penurias o realizar trabajos no remunerados. Triste, pero
real como la vida misma.
San Benito decía “ora et labora”, pero nosotros
raramente tenemos tiempo para orar, si bien sí para trabajar, pero teniendo en
cuenta la obligatoriedad de ello, poco mérito tiene, puesto que sólo trabajamos
por dinero, para nosotros, para nuestro bienestar. San Benito se refería, estoy
convencido, a otro tipo de trabajo, el trabajo evangélico. No quiere decir que
trabajar para ganarse la vida esté mal, ni mucho menos, sino que de vez en
cuando hay que agachar la espalda con el fin de hacer algo por los demás, no
solo por pagar nuestras hipotecas, nuestros coches, nuestras televisiones de
plasma y nuestras cervezas y cenas de fin de semana.
Hemos camuflado la oración, haciéndonos creer a nosotros
mismos que ya solo basta con la “oración del carbonero” o diciéndonos a
nosotros mismos que el trabajo ya es oración. Acogemos y aceptamos cuantas
excusas podamos con tal de evadir la oración. Es una tarea difícil, es cierto,
pero es una tarea necesaria. Con la acción ocurre exactamente lo mismo, pero si
no somos capaces de ofrecer una oración calmada, sentados, relajados y a solas,
jamás vamos a ofrecer un trabajo cansado, en pié, en movimiento y en compañía.
Mejor nos quedamos en casa con el mando a distancia en la mano y los pies sobre
una banqueta.
La acción es evangelio, y el evangelio es acción.
Jesucristo actuó hasta el límite, sus tres tiempos fueron, como hemos visto, el
compromiso, la comunidad y la oración. Por eso, la acción es demasiado
importante, no es una “a” cualquiera, es una de las bases del trípode
cristiano. Sin acción el trípode queda cojo, así que busquemos cómo ayudar, no
pongamos excusas y aceptemos las invitaciones al trabajo evangélico como un
favor que se nos hace, porque si lo vemos como un favor que hacemos, más nos
valdría quedarnos en el sofá. Dios nos ofrece múltiples opciones de trabajar:
operación kilo, voluntarios de Cáritas, repartidores de alimentos, animadores
catequéticos, voluntarios de eventos solidarios, etc, etc, etc... puedes
elegir. Si Dios te ofrece la posibilidad de trabajar para Él, ¿le vas a decir
que no?.
Animar
Movidos por el Espíritu Santo llevamos a Jesús a los
hombres. Lo llevamos dentro de nosotros y tenemos que transmitirlo. Hemos sido
bautizados en el nombre de Jesús para ser testigos de Él. ¿Para qué sirven los
ostensorios si no llevan a Jesús dentro?. Pues de igual modo, nosotros somos
los ostensorios vivos de Jesús, lo llevamos dentro. Hay que tener mucho ánimo,
y Seve deja una pregunta en el aire: ¿quién anima al que anima?.
Animarnos a seguir a Cristo y animar a los demás a
seguirlo. Dar ánimo a todos, animar las fiestas, las charlas, los trabajos, los
ambientes. Animar a todos a seguir y vivir el evangelio. Animarnos a proclamar
nuestra fe, sin miedos, sin pensar en lo que otros puedan pensar de nosotros.
Solo los convencidos viven en libertad. Quien se esconde de los demás ante una
realidad de su vida, la vive en soledad y, por tanto, de forma rancia, está
condenado a abandonar y perder el ánimo.
Llevamos a Dios dentro, somos sus templos vivos. Animemos
a otros a sacar sus templos a las calles, a hacerlo con alegría y
determinación. No escondamos algo tan valioso para que nadie lo vea. Vestimos
nuestros cuerpos con las mejores ropas, nos cuidamos haciendo deporte y dietas
para mostrar nuestros cuerpos perfectos, pero no cuidamos el templo por dentro.
Si las mejores catedrales no hubieran servido para celebrar el Sacramento de la
Eucaristía, todas sus piedras no serían más que un conjunto de piedras puestas
unas sobre otras. Sería un edificio bonito, sí, pero vacío de contenido. Sería
un conjunto de piedras, sin más. Que no pase lo mismo con nuestros templos
corporales. Animemos a todos a seguir el evangelio alegremente, puesto que
quien así lo hace no necesita seguir ejemplos del mundo, sino que sigue el
mejor ejemplo. ¡Ánimo, pues!
Apasionarse
Nuestra pasión es Jesús. Un amor es y debe ser
apasionado. En la adolescencia el amor se vive con pasión, esa pasión inicial,
fresca del inicio que suele ir perdiéndose con los años. Pasión por Dios y
pasión por la humanidad, ésta es la pasión que necesitamos. El cristiano que no
se apasiona con Cristo es un cristiano triste. Es la pasión del “hágase tu
voluntad”. Nos da como ejemplo a aquél estudiante que, dirigiéndose al Señor,
le dijo: “Sagrado corazón de Jesús, confía en mí”. Con este ejemplo vemos que
la pasión del hombre suele ser el propio hombre, uno mismo.
Creo verdaderamente que sin pasión, no se puede hacer
nada bien al 100%. La pasión es el factor determinante a la hora de llevar a
cabo una tarea, una opción de vida, una relación. Dios es tarea, opción de vida
y relación, por lo que la pasión se hace necesaria por triplicado. Comparamos
la relación de pareja de los primeros meses con la relación de décadas y, si
bien el amor puede seguir siendo una llama viva, la pasión ya no es lo que era.
La pasión tiene mucho que ver con la búsqueda del ideal de vida, con ese camino
que nos lleva por un camino incierto, lleno de aventuras, pero con una meta
clara en la mente. Si nuestro ideal es Jesucristo, tendremos un camino
agradable y tortuoso a la vez, lleno de luces y sombras. No es fácil, pero la
pasión de seguir a Jesús hace que el camino sea llevadero. La pasión aleja la
tristeza, la pasión aleja la impaciencia. La pasión da razones para luchar,
motivos para vivir y señales para creer, creer que hemos elegido el camino
correcto. Sin pasión, el hombre se dirige al peligro de lo rutinario, al
desánimo del cansancio. La pasión no solo es, por tanto, importante, sino que
es vital, imprescindible. El motivo de tanto cristianismo de iglesia dominical
y tan poco cristianismo de radicalidad evangélica es precisamente ese: la
ausencia o presencia de pasión por
Jesús.
Aventurarse
Como el padre Maximiliano Kolbe, que se aventura por
amor a dar su vida a cambio de la de un pobre desgraciado con familia que iba a
ser ejecutado. Francisco de Asís se aventuró en la mayor aventura que un
hombres se puede aventurar. Y ahora es nuestro ejemplo.
Pero no es preciso dar la vida físicamente, si bien
existen almas tan llenas de amor por Dios y por el templo vivo de los hermanos
que son capaces de dar incluso la vida. Es el grado máximo de la aventura
cristiana, pero la aventura es el camino en sí. No es fácil, como toda
aventura. Es apasionante, divertida, triste a veces o peligrosa, pero aventura
al fin y al cabo. El mejor aventurero que conocemos es Francisco de Asís.
Alguien que saca a bailar hasta a las flores se podría decir que estaba loco,
si no supiéramos que estaba enamorado, más que enamorado. No por cualquier cosa
se le conoce con el sobrenombre de “alter Cristo” (el otro Cristo). Aventura
como ninguna: franciscana, evangélica y cristiana.
Alegrarse
Alegrémonos con esa alegría de la esperanza. Nosotros
somos parte, por gracia de Dios, de sus asuntos, por lo que debemos poner
también de nuestra parte. Somos parte, pongamos pues de nuestra parte. Alegría
evangélica, alegría franciscana. Ciertamente nadie perdura en nada que no le
produzca una sensación alegre, en nada que le produzca tristeza. Dios debe ser
nuestra mayor alegría.
Solo faltaría que la mejor filosofía de vida posible
fuese triste. No solo no lo es, sino que no puede serlo. No es que no haya
dificultades, y serias a veces, pero en este caso el fin lo justifica todo,
hasta la más grave enfermedad, hasta la más triste pérdida. Es duro, sé que lo
es realmente, y sé que hay quien no entiende del todo esto. Pero también sé que
es cierto, que no me invento nada. Si no fuera cierto, Maximiliano Kolbe sería
un hombre patético que perdió su vida por nada, y si algo tenemos claro los
cristianos es que no se equivocó.
La alegría en el cristiano debería ser obligatoria,
establecida por ley, por decreto. No puede haber cristianos tristes, pues
sirven y siguen a la mayor alegría, a Jesús. La alegría cristiana debería
manifestarse en los rostros de cada individuo. Deberíamos salir a la calle y
que el mundo diferenciara al cristiano por su sola sonrisa en la cara. ¿Cómo
creer en Dios, seguirle y amarle y tener cara triste?. No tiene sentido.
Y después de esto, y con permiso de Seve, me permito el
lujo de aumentar un poco más esta lista de “aes” si bien existen muchas otras
actitudes del hombre para cultivar esa vida trípode y cuidar los tres momentos
antes mencionados.
Mis propuestas a añadir son estas:
Acoger
La acogida no es el simple gesto de recibir bien a
alguien, sino que la verdadera acogida va más allá. Es recibir a alguien como a
uno mismo, es querer para el otro lo mismo que quiero para mí. Es aceptarle con
sus defectos y sus virtudes. Los defectos suelen ser difíciles de aceptar
porque tendemos a juzgar los defectos del prójimo. Las virtudes tampoco suelen
ser muy fácilmente aceptadas, ya que la envidia o el amor propio no nos dejan
acoger al triunfador, al tipo que destaca en algo. Es fácil caer en la
tentación de envidiar a quien se lleva los aplausos del público, a quien se hace
famoso y triunfa en la vida por sus propios méritos e inteligencia. Sería mejor
para nosotros que esos aplausos nos los dieran a nosotros... y ¿cuánto mejor
sería si esa inteligencia fuera nuestra?. Esa es la verdadera acogida, la
acogida fraterna, la que practicó Francisco, la que antes practicó Jesús.
Jesús dijo que toda la ley de Dios se podría resumir en
amar a Dios más que a nada en el mundo y al prójimo como a uno mismo. Ese amor
es el amor del que acoge sin límites, sin fisuras por las que se entremetan la
envidia, la rabia, el desprecio, la soberbia... Cuando uno ama así, acoge, pero
no solo en casa: acoge en el corazón. Quien acoge en el corazón, lo hace
también en su casa, sin embargo, no se puede decir lo mismo en sentido
contrario.
Asumir
No es lo mismo que aceptar, aunque en ciertos casos
también lo es. Coinciden ambos términos en lo que se refiere a decir sí con
nuestras vidas a las situaciones por las que vamos pasando en cada uno de los
momentos que vivimos, especialmente los malos. Aceptar es asumir, pero asumir
no siempre es aceptar. A veces asumimos una responsabilidad que no siempre
aceptamos, y es aquí donde radica la principal diferencia entre los términos.
Y esto puede ser un conflicto a veces, especialmente
cuando somos débiles de espíritu, cuando no sabemos decir no. Quien quiere
quedar bien siempre, al final queda mal. Quien asume funciones que no acepta,
termina por desesperar, por enfadarse consigo mismo cuando, en soledad, piensa
en ello y lo medita. Lo más lógico sería asumir solo las cosas que deseamos,
que aceptamos para nosotros. Si pretendemos asumir la responsabilidad de
atender a los enfermos en una residencia, pero antes no hemos tenido una
experiencia de Dios para entregarle esta tarea y pedirle luz y fuerzas para
desarrollarla, estará avocada al fracaso. Terminaremos sintiendo asco cuando
nos manchemos con sus orines o heces, terminaremos por no soportar su aliento,
su pesadez a veces, terminaremos por no aceptarlos, a pesar de haberlos
asumido.
Por ello existe la falsa solidaridad, aquella solidaridad
camuflada que, bajo la apariencia de una entrega total, esconde un
escaparatismo latente. No debe uno extrañarse de que ciertas personas se den a
causas solidarias y altruistas por el mero hecho de parecer mejores personas,
por intentar crear en los demás una imagen de santidad que en realidad no es
tal. Y vemos cooperantes que viajan a países a hacer turismo solidario,
enmascarando el turismo (que de otra forma no habría sido posible) con actos
benéficos y solidarios que le hacen parecer mejor ante los demás. Vemos
personas que van a trabajar a Cáritas o otros organismos sin ánimo de lucro
para dejarse ver más que para trabajar por la construcción del Reino de Dios.
Vemos personas que, cuando dan limosna, lo hacen casi llamando la atención de
todos para que vean que han ayudado a alguien. Vemos personas que en misa meten
la mano hasta lo más hondo de la bolsa cuando dan su ofrenda para soltar un
céntimo y que no se vea, y personas que sueltan un billete de 20 euros desde
bien alto para que todos lo vean caer, además de tener el billete en la mano
tiempo antes bien presente a todos. Existen personas que disfrutan cuando se
les da las gracias en público por su generosa aportación a tal o cual causa, y
luego están las que ellas solas se encargan de pregonar lo que han hecho,
camuflándose inútil y torpemente en frases como: “No está bien que yo lo diga,
pero es que si no es por mí, tal o cual cosa no habría sido nunca posible”. ¿No
crees que esto pasa?. Pues pasa, y más a menudo de lo que crees. Acuérdate de
ello cada vez que escuches a alguien decir: “No está bien que yo lo diga,
pero....”.
Y esto pasa por haber asumido tareas o funciones que no
siempre aceptamos. Sin embargo, cuando uno está totalmente inmerso en las
tareas de Dios, cuando uno comprende que es más importante pasar desapercibido
en lugar de auto-alabarse por los muchos bienes que hace, cuando uno siente que
todo lo que hace es poco aunque sea quien más hace en kilómetros a la redonda,
entonces ese actúa solo por el Señor y en su nombre en todo. Y entonces puede
decirse de él que acepta lo que asume, y que asume lo que acepta.
Arbitrar
A menudo nos encontramos con situaciones en la vida en
las que es necesaria nuestra mediación. No pocas veces tenemos que formar parte
de un “jurado” impuesto por personas que buscan en nosotros la justificación a
sus problemas. Y se dirigen a nosotros contándonos su versión de los hechos con
el único fin de escuchar de nosotros una aprobación, una justificación a su
forma de haber actuado. Y si nosotros le damos lo que quiere, flaco favor le
hacemos. Lo que ocurre es que solemos dejarnos llevar por la vía fácil, la de
no perturbarlo para no enemistarnos con él. Así vienen personas con chismes y
cuentos a diario, contándonos su visión subjetiva y esperando objetivizarla con
nuestro asentimiento.
Cuando uno es imparcial, pero no desde el punto de vista
humano, sino desde el punto de vista de la Justicia de Dios, no puede dejar
esto así, no puede dar la razón como a los tontos a quienes tiene miedo de
perder si no lo hace. Tiene que ser árbitro. Y si miramos el significado de la
palabra “árbitro”, entenderemos mejor esto. Uno no puede ser parcial, uno no
puede dejarse llevar por ningún sentimiento, emoción, obligación o nada similar
a la hora de tomar una decisión. Uno debe tomar la decisión correcta conforme a
sus principios y a la verdad. Por eso suele ser mucho más fácil arbitrar entre
dos desconocidos. Somos imparciales porque poco nos importa quien tenga razón. Lo
difícil es hacerlo cuando hay algún lazo afectivo o simpático por medio, pero
claro, es difícil humanamente hablando, porque quien actúa conforme a los
principios de Dios no teme quitar la razón incluso a su propia madre si esta no
la tiene. ¿Crees que algún padre daría la razón al hijo del otro en en caso de
una pelea escolar?. ¿Has visto alguna vez a alguien que saque la cara por el
otro cuando en la pelea o discusión el culpable ha sido su hermano de sangre?.
Ni creo que lo hayas visto ni creo que lo veas. Pero se dan los casos, te lo
aseguro, aunque cierto es que son contados. Quien tiene a Jesús como referencia
de vida, no duda en acusar y condenar al culpable y proteger al inocente cuando
se ha cometido una injusticia, sea quien sea cada uno de ellos, incluso
familiares, amigos, vecinos o tu propio jefe del que depende toda tu economía.
Y cuando uno arbitra correctamente, corrige. Corrige
doblemente quien actúa con justicia, pues dice mucho de una persona que
prefiere actuar conforme a la Justicia de Dios aunque eso le cueste perder la
confianza de un pariente. Los demás sabrán siempre que su justicia es
indoblegable, recta, justa. No será así de aquellos a quienes se les ve el
plumero. Jueces de derechas que inculpan delitos de derechas y viceversa,
políticos de izquierdas que indultan a políticos corruptos de izquierdas, y
viceversa. Y estas cosas el mundo las sabe bien, y de hecho, las conoce
sobradamente. Y si no es así, ¿por qué
crees que nunca verás a un árbitro socio y fan aférrimo, confesado y “ultra”
del Real Madrid arbitrando un partido contra el Barcelona?. Conocemos nuestras
fallas, conocemos nuestra conciencia y no nos fiamos... pero eso lo sabemos
cada uno en nuestro fuero interno.
Y luego está la corrección fraterna, ese tipo de corrección
siempre positiva que un cristiano hace a cualquier persona, deseando solo el
bien de ella, y corrigiéndola en aquél aspecto que cree de verdad que no es del
todo correcto. Es una corrección fuera de críticas, de órdenes o mandatos, es
un simple acto de amor que pretender conseguir el crecimiento de la persona
corregida. Pero hay que tener una personalidad de hierro para permitirse esos
lujos... corregir a alguien suele salir mal, porque el amor propio y el orgullo
no suelen permitirlo.
Abrazar
Todos sabemos qué es abrazar, qué es un abrazo. Es un
gesto de amor, un acto de acogimiento, cariño, respeto, alegría... Abrazar es
algo que no se olvida, especialmente cuando el abrazado pide a gritos, sin
pedirlo, ese gesto. Son tantas las personas necesitadas de abrazos, y tan pocas
las dispuestas a abrazar... pero en este momento, me refiero a otro tipo de
abrazo.
No hablo del abrazo físico, que es bien fácil, aunque no
tanto a veces. Hablo del abrazo más difícil de todos: el abrazo de la cruz. La
cruz es nuestro mayor tormento, nuestro mayor miedo. Es eso de lo que,
generalmente, evitamos hablar. Tenemos miedo, algo bastante humano. Pero el
miedo no podemos evitarlo, ni tampoco nuestra humanidad. ¿Qué podemos hacer,
por tanto?. Pues ya que no podemos evitar el miedo ni podemos dejar de tenerlo
por ser humanos, la postura más lógica (aunque la más difícil también) es
aceptar ese miedo, acogerlo, en definitiva: abrazarlo.
Pero no abrazarlo de cualquier manera, sino desde un
punto de vista cristiano, desde un punto de vista lógico por otra parte, puesto
que solo abrazándolo le cortamos radicalmente la capacidad de hacernos mal, de
hacernos sufrir. Quien sabe que Dios no elige a los capacitados, sino que
capacita a los elegidos, ha entendido todo. Quien abraza un sufrimiento, por
grande que sea, y lo ofrece a Dios como holocausto, ese ha llegado a la fe de
hierro.
Pero. ¿cómo abrazar la cruz?. Pues solo existe una vía:
Jesucristo. Tener a Jesús como referencia, modelo de vida, guía y meta
personal, es el mejor entrenamiento. Quien comprende los padecimientos de
Jesús, quien comprende la incondicionalidad de su entrega por nosotros, no
puede dejar de “mover ficha” y restituirle con nuestra pequeña vida una
minúscula parte de esa entrega, de ese amor. Y desde ahí, la cruz se abraza,
pero incluso con las manos, el cuerpo, el corazón y la vida, si es el caso.
Remitimos de nuevo a san Maximiliano Kolbe, pero también a otros tantos. No es
tan raro encontrar a personas que entendieron este abrazo: nuestro santoral es
el mejor catálogo.
Admirar
Admirar es un don, es sorprenderse y no dar crédito de
los dones de otro, bien sean su inteligencia, su talento u otras virtudes. Se
admira lo que sorprende, lo que parece extraordinario. Así admiramos a quien
tiene una voz portentosa, a quien tiene una inteligencia admirable o a quien
tiene un talento artístico excepcional. Pero no nos equivoquemos, porque esos
talentos y virtudes de los otros no los han adquirido, ni han luchado por
tenerlos. No han sido fruto de su empeño, sino que lo han recibido como don. Y
nosotros tenemos la capacidad de admirar lo que nos sorprende. Se suelen
admirar aquellos aspectos que nosotros no tenemos y sabemos que no tendremos,
viendo en otros los frutos maravillosos que producen estos regalos de Dios.
Sabemos que nosotros no podríamos hacer cosas iguales, ni similares. Ya
quisiéramos tener ante nosotros un bloque de mármol y acertar a vislumbrar en
él a un David, como Miguel Ángel lo hizo. Ya quisiéramos ponernos ante un
lienzo y plasmar en él lo que plasmaban Picasso, Dalí, Zurbarán, Goya, etc. No
podemos más que admirar esos talentos.
Y la admiración del prójimo es un acto edificante, pero
¿qué tendrá la admiración, que admiramos a grandes famosos muertos hace años o
personajes lejanos y, sin embargo, no es tanta en nuestro vecino, hermano o
amigo?. Y es que el componente “envidia” vuelve a ser el impedimento que el
orgullo tiene para admirar en secreto a aquellos de quienes reconocemos sus
dones, pero evitamos a toda costa hacerlo en público. Rebajamos todo cuanto
podemos los méritos del prójimo, haciendo comentarios del tipo: “No es para
tanto...”, “cualquiera lo haría...”, “sí, pero fulano es mejor...”. Cuánto más
bonito sería decir: “Qué artista es mengano...”, “me encanta su forma de
pintar, es un artista...”, “ojalá yo tuviera ese don...”. Raro esto último.
Admirar es reconocer nuestra pequeñez, por eso no podemos
más que admirar a Dios al contemplar su creación. Se nos escapa, incluso a la
imaginación, la lógica arquitectónica creadora que de sus manos proviene.
Admiramos todo cuanto hace: la naturaleza, los hombres, el universo... nada
tiene explicación lógica a la vista del racionalista. Y esa es la más grande
prueba de la divinidad creadora. Si pensamos en el don de Miguel Ángel y
pretendemos explicarlo, no podríamos, por lo que deberíamos razonar igualmente
que Miguel Ángel no existió. Admirar a Dios , en cualquier caso, es fácil. Dios
es Dios, superior a toda razón, por eso la razón es inservible para entenderlo.
Admirar al hermano con quien convivo ya no es tan fácil, al menos abiertamente.
La admiración pública es un gesto de humildad, es un reconocerse inferior (al
menos en ciertos aspectos) y, por tanto, un don también. Podríamos definir la
admiración abierta y pública como un don que nada tiene que envidiar a los
dones artísticos o de inteligencia. Pero esto suele pasar desapercibido... tan
importante es este don, que es divinamente reconocido, sin serlo tanto los
dones artísticos. Y tan reconocido es que los santos sólo han llegado a ser
santos cuando han desarrollado este don recibido y lo han practicado. ¿Alguien
cree que San Francisco es santo por haber sido un gran filósofo?. ¿O que San
Juan de la Cruz es santo por haber sido un gran poeta?. Definitivamente: no. Fueron
santos por practicar la humildad, y fueron humildes porque a todos estimaban
mejores que ellos. Ocupaban los últimos puestos porque no creían ser
merecedores de los primeros, ni siquiera de los penúltimos... este grado de
humildad es el que los ha llevado a los altares. Y por ello hoy son reconocidos
y son inmortales, no solo ante Dios, sino tampoco en cuanto a sus figuras
humanas aquí en la tierra. San Francisco es tan actual hoy como hace 800 años,
y tan reconocido o más hoy que antes. Y será así por tiempo indefinido. Y esa
prioridad, esa particularidad que los hace destacar ahora, es fruto de su no
querer destacar en vida.
Dios les ha concedido el don de la santidad, porque nunca
quisieron para ellos nada material, ni tampoco aplausos o fama. Y ahora son los
más aplaudidos y famosos del planeta... ¿No te parece irónico?. Esto es así
porque supieron admirar, pero admirar con el corazón, con la mente y con todos
lo sentidos, con todo su ser. Eso sí, primero a Dios, luego al hermano.
Arriesgar
En la vida, para todo, hay que arriesgar. Un empresario
ha arriesgado para llegar a ser empresario, así hipotecó sus bienes, su vida,
arriesgó y le salió bien, o mal, pero el riesgo siempre hay que correrlo. Un
trabajador por cuenta ajena también tiene que arriesgar, decidir por un trabajo
o por otro, a veces se presentan distintas opciones y hay que elegir... toda
elección conlleva una decisión, y toda decisión es un riesgo, el riesgo de
acertar o no siempre está ahí. Y ese es el espíritu de la aventura, del
aventurero. Sin riesgo no hay aventura.
Creer en Dios también es un riesgo. No es un simple creer
o no. Si uno decide entregarse a Él por completo en el sacerdocio o la vida
religiosa, tiene que dejar de lado todo, corriendo el mayor de los riesgos. Uno
debe estar decidido a la hora de la elección. Pero no solo para ser religioso
consagrado, sino también para ser un laico comprometido. Un laico comprometido
tiene que tomar decisiones en su vida que también conllevan riesgo. Casarse,
educar a los hijos, participar de la Eucaristía. ¿Crees que es fácil decir
libremente que somos cristianos y que participamos de la Eucaristía?. Pues no.
El mundo en el que nos desenvolvemos no nos permite ser libres en este aspecto.
Son muchos los que nos miran mal por ello y, por tanto, somos muchos los que
elegimos la vía del secreto, de vivir un cristianismo en secreto.
Decirlo abiertamente ya es arriesgar. Existen empresarios
y trabajadores que prefieren ocultar sus creencias cristianas para que no
afecten a la pérdida de algunos clientes o al despido de un jefe. Preferimos
que nadie sepa nuestro más íntimo sentimiento ideológico: nuestra fe.
Así que no solo hay que correr el riesgo, sino que hay
que aceptarlo y defender nuestra postura, por encima de todo y de todos. Vivir
una fe escondida es no tener fe. La historia nos ha mostrado héroes y valientes
que, incluso, han pagado con su vida la confesión pública de su fe. Nosotros,
por el contrario, no pagamos con nuestra vida esta libertad porque vivimos en
un país donde todavía no está penado ser cristiano. Otros cristianos tienen
menos suerte en el mundo.
Por ello, avergonzarnos de nuestra fe es avergonzarnos de
nosotros. Ocultar que somos cristianos es el peor de los errores de nuestra
sociedad. A la hora de salir al mundo a evangelizar, a la hora de vivir por y
para la comunidad humana, es necesario mostrar nuestras cartas. Vivir la fe
fácil es no vivirla. Hay que pensar bien, antes de decidir practicar nuestra
fe, si estamos dispuestos a practicarla sin miedo. El miedo a la muerte es
humano y justifica un cristianismo clandestino, pero el miedo al “qué dirán” no
tiene justificación alguna. Hay que ser valiente incluso para estar dispuestos
a perder unos clientes por causa de nuestra fe. Cada cliente perdido por ello
será una ganancia en el cielo.
Arriesgar, es la palabra que decide una vida cristiana
plena o con carencias. Elegir a Cristo es ya un riesgo, pero créeme, es siempre
un acierto. En toda decisión, jamás sabremos si hemos acertado o no hasta que
los acontecimientos no se desarrollen. En la elección de Cristo sabemos que
siempre acertamos.
¡Cuántas veces le digo a la gente lo siguiente!: Prefiero
creer en un Dios que no existe antes que no creer en un Dios que existe. Y es
que vivir la vida cristiana solo aporta beneficios, ni una sola pérdida. Si
todo lo estimamos basura, como dice Pablo, comparado con Dios, ¿qué pérdida
podríamos tener por seguir a Cristo?. Hay que tener bien claro esto y saber que
hasta la elección por Cristo es un riesgo para aquellos que se dejan llevar por
el racionalismo, cuando la misma razón es la síntesis de esa frase que os decía
antes. Si Dios no existiera, ¿qué desventajas habrá tenido la vida de quien le
siguió?. Ninguna, porque la mayor de las verdades es que, independientemente de
creer o no en la divinidad de Jesús, su mensaje es el mayor y mejor código
ético de todo hombre de bien. Ni uno solo de sus preceptos se puede discutir,
ni siquiera por la persona más atea del mundo. Pero, por el contrario, si no
creo en un Dios que resulta que sí existe, ¿no lo habremos perdido todo?.
Efectivamente, habremos perdido la única oportunidad de vivir una vida plena,
intentando llenarla con otras cosas como el dinero, el poder, el trabajo, la
comodidad o las vivencias mundanas. Pero aún así, la vida estaría vacía. ¿Qué
podríamos contestar a ese Dios en el que nunca creímos cuando nos preguntara
qué hicimos por Él en nuestra vida?. No podríamos decir ni una sola palabra,
solo agachar la cabeza y pedir perdón. Oportunidades las hay a miles, a
millones... a todos se nos ha presentado alguna vez en nuestra vida la ocasión
de aportar algo en la construcción del Reino de Dios, pero ¿la hemos
aprovechado?. ¿Ayudamos a aquél pobre que necesitaba ayuda?, ¿acompañamos a
aquellos ancianos que estaban solos en el asilo?, ¿visitamos a aquellos pobres
desgraciados de la cárcel?, o por el contrario, ¿pasamos la vida de placer en
placer, acumulando riqueza, viviendo solo para nosotros y los nuestros,
viajando, comiendo, disfrutando de todo?. Esa es la diferencia... y ahí radica
el mayor de los riesgos. Jesús no entendía de grandes comilonas, ni de sofás de
lujo, ni de siestas con la barriga llena junto a un ventilador en verano... Y
como esa vida de placer nadie está dispuesto a perderla, ¿quién se va a arriesgar
a hacer algo por los demás o a no mirarse tanto el ombligo y vivir por y para
la comodidad propia y el bienestar de su familia?. Pues ahí está el riesgo...
el riesgo de sacrificar esa siesta de vez en cuando por conversar con el mayor;
el riesgo de dejar de lado aquella cena en el hotel de lujo y celebrarla en un
bar de barrio y dar algo de dinero a los pobres; el riesgo de perder unas horas
el sábado para visitar a los enfermos o presos en lugar de dedicarlas a ver la
tele... y así, multitud de riesgos. Quizás un día, sin saberlo, tengamos que
apuntar en una pizarra cuántas horas vivimos para nosotros y cuántas para los
demás. Y entonces nos daremos cuenta de que solo vivimos para nosotros.
Ese es el riesgo... creer que las horas invertidas en los
otros no son perdidas, sino más bien ganadas, y muy bien ganadas. ¿Ves como
creer en Dios y aplicar el evangelio en nuestra vida es correr un riesgo?. Pues
vamos a pensarlo y a decidir si corremos ese riesgo o preferimos vivir nuestra
fe en el anonimato, experimentar a Jesús en los sótanos de nuestra persona.
Acertar
Y, como decíamos antes, arriesgar siempre conlleva la
duda de no saber a ciencia cierta si se ha acertado o, por el contrario,
cometido el mayor de los fallos. Es lo que tiene el mundo, que no nos revela el
resultado hasta pasado el tiempo, hasta que se ha vivido hasta el final esa
elección. Sin embargo, hemos visto también como el riesgo de seguir a Cristo
nunca es pérdida, sino ganancia, y la mayor de todas.
Acertar es la mayor de dudas... ¿quién no vive pendiente
de saber si ha acertado o no?. Cada vez que alguien echa una quiniela, vive en
la esperanza del acierto. Esa esperanza es la que nos mantiene con la ilusión,
esa ilusión se termina con el momento de saber si se acertó. Al final, el
acierto o fallo concluye la ilusión y, por tanto, también la esperanza. Por eso
necesitamos seguir jugando, para seguir manteniendo la esperanza y la
ilusión... y así semana tras semana.
Cierto es que a veces esa ilusión se cumple, y toca. Pero
no se tardará mucho en volver a empezar, y no es extraño que quien mantiene ese
ritmo de esperanza “comprada” necesite seguir comprando nuevas esperanzas que
generen nuevas ilusiones. Y ahí está el mayor error del hombre actual: querer
comprarlo todo, hasta la esperanza, la ilusión.
Con Jesús siempre se acierta, y lo mejor de todo es
que... ¡¡es gratis!!. Y eso el hombre no acaba de encajarlo. No acaba de
comprender que algo bueno sea gratis. Estamos acostumbrados a leer la palabra
“gratis” en muchos artículos y muchas opciones de compra, pero a la hora de la
verdad, cuando leemos la letra pequeña nos acabamos por enterar de que era solo
el primer mes..., solo hasta fin de año..., solo hasta fin de existencias...,
los primeros 100 minutos... Siempre hay algo que acaba con la gratuidad, pero
necesitaron acaparar nuestra atención con la palabra “gratis”. Y lo hicieron...
por eso es muy utilizada en las técnicas comerciales del marketing.
Jesús no tiene letra pequeña. Ni siquiera tiene letras,
para que todos puedan entenderle. Jesús prefiere el ejemplo, la vivencia, la
enseñanza de la vida. Jesús no trata de engañarnos, porque no tiene nada que
vendernos. Pero son muchos los que enmascaran su figura bajo símbolos o
instituciones secundarios para tener la excusa que les faculta a vivir la vida
a base de placer, de lujo, de comodidad. Jesús es el enemigo de los cómodos,
por eso los cómodos huyen de Él. Jesús es el enemigo de los insolidarios, por
eso los insolidarios no quieren escuchar su enseñanza. Jesús es el enemigo de
los adinerados, por eso los ricos prefieren creer que no existió. Y todos ellos
se amparan en que la Iglesia empaña la figura de Cristo, por su historia más o
menos turbia, creyéndose ellos mismos su propia excusa. Es como si yo no
quisiera entrar en Alemania con la excusa de que Hitler mató a muchos
inocentes. Bajo la excusa del dictador estoy justificando mi desinterés por ir
a Alemania. Del mismo modo, la excusa de la Iglesia, los obispos y los Papas
justifican a quienes no interesa practicar el cristianismo por que practicarlo
nos saca de nuestras casillas.
Jesús no solo es gratis, sino que es mucho más: es
gratuidad total. Escoger a Cristo es escoger la mejor parte, es asumir,
arbitrar, abrazar, admirar, arriesgar, acertar. Y también es adorar, amar,
atender, abandonarse, aceptar, actuar, animar, apasionarse, aventurarse y
alegrarse. ¿No es maravilloso?. ¿No es la mayor pérdida pasar de Él?.
Gracias, Severino, por habernos hablado tan bien y tan
claro, y por haber puesto en mí esta semilla que me ha tenido por horas
desarrollando mis “aes” particulares. Seguramente hay otras muchas “aes” que se
quedan en el tintero. Te animo a seguir completando esta lista, si bien la
lista sería infinita si saliéramos de la “a”, pues no habría palabras
suficientes en el diccionario para describir la magnanimidad de Dios.