martes, 17 de marzo de 2020

¡Maldito tiempo libre!


En estos días que corren, el peregrino mangurrino no tiene más remedio que, tratando de ser un buen ciudadano, quedarse en casa. Sin embargo, como de todo lo malo hay que sacar siempre las conclusiones más positivas (porque no todo es siempre malo), he aprovechado para hacer una nueva peregrinación que dejamos siempre pendiente, para la que nunca tenemos tiempo. Me refiero a la peregrinación interior, la peregrinación a lo más profundo de nuestra alma. Porque, más a menudo de lo que pensamos, no nos conocemos a nosotros mismos.

En una sociedad en la que nunca hay tiempo para nada, resulta que ahora, de repente, nos topamos con todo el tiempo del mundo. Así, a quemarropa. Muchos, a buen seguro, no serán capaces de gestionar tal carga. Es normal, no estamos acostumbrados. Somos capaces de ponernos «el mundo por montera», de acometer mil proyectos a la vez mientras planeamos otros mil más; somos capaces de madrugar para sacar más tiempo, para sacarlo de donde no lo hay; y somos capaces de transformar nuestros cuerpos y nuestras mentes, acomodándolos a las modas de cada momento para mantenernos ocupados escalando puestos cada vez más altos en la sociedad, siempre enfocando nuestra vida a conseguir un mayor bienestar físico. Sin embargo, a pesar de saber y experimentar tantas y tantas cosas, nunca nadie nos enseñó a estar solos. Más aún, a aprovechar los momentos de soledad. De tal forma que, si nos quitasen la televisión, internet, el teléfono y la radio, no seríamos capaces de estar cara a cara con nuestro propio silencio interior más que unos pocos minutillos sin volvernos locos.


Esto ha quedad muy bien reflejado en nuestra sociedad posmoderna, esa que no sabe vivir en comunidad, que se caracteriza por el más absoluto individualismo y que, sin embargo, necesita constantemente de la comunidad y la busca a través de las redes sociales. Y no han pasado ni tres días de confinamiento en casa cuando miles de personas han tenido la imperiosa necesidad de hacerse sentir, de hacerse notar, de mostrar sus talentos para que todos lo vean, aparentando, como siempre se hace en las redes sociales, vivir vidas perfectas y ser ejemplo para los demás. Así, de pronto, surgen numerosas voces que, desde los balcones, aplauden, gritan, tocan instrumentos, dan clases de yoga o cantan el «Sobreviviré» de Mónica Naranjo y el «Resistiré» del Dúo dinámico. ¡Y solo han pasado dos días!


Y, en efecto, en solo dos días ya se echa en falta en muchos algo tan apreciado como es la necesidad urgente de «matar» el tiempo, como si el tiempo pudiese ser matado, como si el tiempo fuese un enemigo al que constantemente hay que vencer para no tener que enfrentarnos a la cruda realidad de nuestra propia interioridad, pues de ella, sin nosotros darnos cuenta, surgen las pregunta más trascendentales que se hace el hombre. Y esas preguntas nos aterran, porque todas terminan llevándonos al mismo e inevitable fin: la muerte futura y el sentido de nuestra vida: ¿Qué he venido a hacer a este mundo? ¿Quién me trajo y para qué? ¿Tengo alguna función que desempeñar? ¿Realmente todo esto es fruto del azar? Efectivamente, ante estas preguntas, lo mejor que puede hacer el mundo posmoderno es «drogarse» con las múltiples drogas que el mundo moderno ofrece para dilatar las pupilas de la fe y de la razón, de modo que tales preguntas no asomen por nuestra imaginación. Y para ello, ¿qué mejor que el yoga, el fútbol, la música, el cine, los viajes, el gimnasio y las aficiones?

En los tiempos de crisis es cuando se conoce mejor a las personas. En tiempos de crisis aflora lo mejor y lo peor de nuestras sociedades avanzadas, mostrando los dos extremos a los que somos capaces de llegar los humanos cuando lo que nos diferencia es el espíritu del egoísmo y la individualidad. Por un lado hemos visto personas que, sin pensar en los demás, llenan los carros de la compra con cantidades ingentes de comida para poder estar un mes en casa sin salir, ya que gozan de todas las comodidades: un techo, electricidad, agua corriente, calefacción, aire acondicionado, televisión, internet, teléfono y hasta Netflix. Pueden así vivir sus vidas de espaldas a la sociedad y sin preocupaciones, pues tienen todo lo que necesitan. Pero, por otro lado, hemos visto también personas que se ofrecen como voluntarias para ayudar a los mayores encerrados en sus casas, y personas que salen a sus puestos de trabajo como cada día para atender las necesidades de los que sufren la enfermedad, para gestionar el tráfico y la seguridad ciudadana, para atender las necesidades espirituales y pastorales de un pueblo que sufre y que sigue necesitando de la unción de enfermos, de ser enterrados o, sencillamente, de ser escuchados, consolados o fortalecidos. Podríamos catalogar ambos «bandos» como de héroes y villanos, pero nos equivocaríamos. La verdadera distinción que debemos hacer entre estos dos grupos tan diferenciados sería otra: los que aman y los que no.

Y entre esos dos polos vive nuestra sociedad, entre el polo de los que se entregan y el de los que parasitan, no aportan nada y se limitan a vivir, sencillamente porque pueden, porque tienen dinero con el que pagar sus caprichos. Sin embargo, el coronavirus no hace distingos, y hemos visto que se lleva por delante lo mismo a ciudadanos de a pie como a políticos, a nacionalistas como a separatistas, a creyentes como a ateos, a feministas y a no feministas, etc. ¿Qué nos quiere esto decir? La respuesta a esta pregunta, quizás, la tienes en tu propio interior, pero necesitas de aprovechar el tiempo de confinamiento en tu casa para discernir, para sentarte cara a cara contigo mismo. Está en tu mano ponerte ante Dios o ante la televisión. Como siempre, tú decides. 

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